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Vistiendo a Jano: Carmen Ruiz-Tilve
La escritora ovetense crea, a la par que viste, a sus personajes con mimo en su última novela
Carmen Ruiz-Tilve Arias es una asturiana versátil: escritora, catedrática jubilada de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Universidad de Oviedo, cronista oficial de Oviedo, miembra del Real Instituto de Estudios Asturianos, jurado del premio «Pueblo Ejemplar» de la Fundación Princesa de Asturias, premio de las Letras de Asturias (2020) y autora de seis novelas, la última: «Las dos caras de Jano» (2005). Un colegio de Oviedo lleva su nombre y tiene una calle en el barrio de La Florida. Ha recibido numerosas distinciones entre las que están el premio «Aula de Paz» de la UNESCO, el Memorial «Muro de Zaro» de Comunicación, la Paxarina de Oro, el premio «Timón» para escritores asturianos en castellano y el de «socia de honor» de la Sociedad Protectora de La Balesquida.
Ruiz-Tilve ha tejido su carrera como académica y escritora con puntadas firmes. Estas mismas costuras son las que le han llevado a hilvanar personajes que muestran, a través de la vestimenta, el devenir de una época, y el resurgir de pespuntes alternativos que impregnan la sociedad asturiana. La autora crea, a la par que viste, a sus personajes con mimo, tal y como podemos observar en «Las dos caras de Jano». Esta novela narra la historia de una mujer atrapada en una jaula con barrotes invisibles para ella pero visibles para el público lector. Traza un patrón de mujeres asediadas por los prejuicios de una sociedad provinciana en la España de la posguerra. Lupina convive con una madre eternamente insatisfecha que le ahoga y, atrapada entre costuras, decide finalmente plantar cara al destino, rasgándose las vestiduras, para escapar de su cautiverio.
Ruiz-Tilve hace referencia al dios Jano, quien, según la mitología romana, tiene dos caras, necesarias para mantener la armonía del universo. Estos dos semblantes permiten al personaje y al público lector, mirar hacia delante, hacia atrás, hacia el pasado y hacia el futuro, así como meditar en el umbral. Lupina, enferma, aburrida, «hermosa muerta blanca y quieta», vive con su madre, Doña Lupe, cuyo attrezzo es el de un corazón de hierro y un alma guerrillera de Cristo, que teme las trampas mortales de la letra impresa. Conocemos a ambas a través de las criadas y de Don Eduardo, marido y padre. En los veraneos en La Puebla nada podía hacer Lupina, más que tener miedo de las corrientes de aire y de los cortes de digestión. Jorge Mistral y Charlton Heston irrumpen en ese aburrimiento ofreciendole algo alternativo a Celedonio, personaje con el que Lupina tuvo su primer y frustrante encuentro con el sexo opuesto.
Es en este despertar cuando la vestimenta, hasta ahora elegida por su madre, cobra un mayor significado para Lupina. La ropa que viste era hasta este momento memoria material que nos permitía visualizar la época que habita esta familia de clase media. Ahora Doña Lupe, ejerciendo de casamentera, compra sujetadores a su hija, al mismo tiempo que le da extracto de jojoba a escondidas, para ver si se asemeja un ápice a Sofía Loren, modelo a seguir por aquel entonces. Estos sujetadores pronto quedaron ocultos tras el luto por la muerte de su padre y Lupina se convierte en una solterona resabiada e independiente dedicada a leer poesía y dar clases particulares. Su atuendo será ya para siempre el corsé que le fue impuesto y que la sociedad le impidió quitar.
El final de la novela es un nudo que nos recuerda que tiene que haber otro modo de ser humano y libre y que otras formas de tejer identidades han de ser posibles. La vestimenta de Lupina es el prêt-á-porter que engloba «el dolor de la otredad», en palabras de Susan Sontag; un traje intergeneracional que Ruiz-Tilve plasma con el propósito de que sepamos rasgarlo.