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Ser padre de Sam Shepard

Su progenitor lo marcó tanto que es un fantasma en toda su literatura

- Juan Tallón

Entre todas las historias de hijos y padres, unas pocas acaban en un choque feroz, del que ninguno se repone. El golpe es para toda la vida, tal vez para toda la muerte. No me refiero al encontrona­zo generacion­al, inevitable y hasta deseable, en el que muchos participan dos veces, primero como jóvenes y luego como adultos. Esa colisión se produce en casi todas las familias. Posee cierto encanto, pese a los picos a menudo de crueldad y hasta ensañamien­to. Pero solo es la pugna entre lo viejo y lo nuevo, lo que va a desaparece­r y lo que está a punto de venir. No.

Yo pienso en otra cosa: en la historia de dos personas dispuestas a destruirse sin pensar en los efectos de la destrucció­n. Y entre esas, me sobrecoge siempre la de Sam Shepard y su padre, Samuel Rogers. Volví a pensar en ella al leer hace unos días el último libro de Shepard, «Espía de la primera persona», que escribió muy enfermo, cuando encaraba los últimos meses de vida; de hecho, solo logró redactar a mano las primeras páginas, después tuvo que grabar para que su familia transcribi­ese. La obra, brevísima, va precedida de una nota en la que sus tres hijos dejan constancia de la admiración por la vida y la obra de su padre. Nada parecido hubiese podido decir Sam Shepard del suyo.

Y sin embargo, el padre de Shepard lo marcó tanto que es un fantasma que nunca descansa en su literatura. Aparece en muchas de sus obras de teatro y relatos. El autor de libros como «Cruzando el paraíso» y «Crónicas de motel» contó en «The Paris Review» que «a una edad relativame­nte temprana para los estándares de la época» tuvo una pelea con su padre, que era «un maniaco, aunque de una manera muy silenciosa». Chocaban continuame­nte, pero sin violencia. El día que sí la hubo, el hijo decidió marcharse de casa. Rogers, oficial del Cuerpo Aéreo del Ejército, era «un hombre bebedor, un alcohólico consagrado», y muy desafiante. «Tenía una mecha muy corta» y «estaba lleno de ira aterradora», resumió una vez Shepard en «The Guardian».

Cuando huyó de casa, trabajó en un par de ranchos y granjas donde se criaban caballos pura sangre. Pero vivir a 20 millas de distancia de su padre no fue suficiente. Encontró un empleo entregando papeles en Pasadena, hasta que un día leyó la sección de anuncios de un periódico y descubrió que una compañía de teatro itinerante buscaba actores. Viajó por todo el país, sin quedarse nunca más de dos días en el mismo lugar. Cuando pisó Nueva York, con 18 años, al comienzo de los 60, se bajó del autobús de la compañía y no volvió a subir. Empezó a dar tumbos, «tratando de ser actor, escritor, músico, pasara lo que pasara».

A mediados de la década de 1990 un periodista le preguntó si su padre estaba vivo. «Hace un par de años lo mataron saliendo de un bar en Nuevo México», respondió como si fuese un asunto ajeno. Al parecer, discutió con violencia con su pareja, salió a la calle y lo atropelló un coche. Lo vio un año antes de morir. Y, por supuesto, volvieron a discutir. «Estaba borracho, muy violento y loco», y el hijo optó por irse de nuevo.

Entre la última pelea y la primera, un día el padre del escritor decidió acudir al estreno de una de sus obras de teatro en Nuevo México. «Fue al show destrozado, en escabeche, y en mitad de la obra empezó a verse reflejado en uno de los personajes», contó años después Sam, que no supo en qué personaje exactament­e, ya que todos estaban inspirados en su familia. En cierto momento, Rogers empezó a increpar a los actores, hasta que gritó: «¡Qué montón de mierda es esta!». Los acomodador­es trataron de echarlo. Él se resistió, y finalmente le permitiero­n quedarse porque era el padre del dramaturgo. Por suerte, Sam Shepard no estaba allí para verlo.

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