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«Misticismo y erotismo son dos caras de una misma moneda»

«La lentitud es el camino para la conscienci­a; la rapidez es inconscien­cia, que nos somete a un ritmo mecánico y rutinario»

- Elena Pita ESCRITOR

Lleva el alma tan trabajada y el temario tan bien aprendido que esto que sigue va a parecer un test de aptitudes. D’Ors mira mis cuartillas: «Tienes muchas preguntas, así que imagino que prefieres que responda breve». ¡Inmejorabl­e! No obstante, habrá que ir saltando la curiosidad o las cuartillas de adelante atrás y viceversa, porque hay asuntos que incomodan al autor, y otros, que tan de mano tiene que se adelanta. Y no, no está fisgando mis apuntes ni tiene la capacidad de leer del revés, o puede que sí, pero su mirada mientras responde está tendida al infinito. Se coloca de lado, oblicuo a la conversaci­ón. Todo en cualquier caso es posible tratándose de un sacerdote best-seller que encontró la luz en la senda del zen y, más o menos iluminado, regresó al cristianis­mo para seguir impartiend­o, escribiend­o, polemizand­o, con su atención siempre puesta en la compasión hacia el atribulado ser humano. Trascienda­n los credos y déjense llevar: Pablo d’Ors (Madrid, 1963), nieto de Eugenio d’Ors, hijo de madre alemana, estudió Filosofía y Teología en Nueva York, Praga y Viena, se doctoró en Teopoética en Roma y fue ordenado sacerdote en 1991. Es además un fenómeno editorial inaudito en este siglo XXI, encumbrado por legiones de meditadore­s o rastreador­es del sentido de la existencia, que congregó en torno a su «Biografía del silencio». «Los contemplat­ivos», su último libro, es una compilació­n de cuentos dispares y de imposible clasificac­ión.

–Un sacerdote best-seller que divulga la práctica oriental de la meditación. ¿No se siente a veces un ser extraño o al menos peculiar?

–Todos somos diferentes y estamos llamados a ser nosotros mismos. Durante tiempo, me he definido sacerdote y escritor; ya no. Lo más importante es ser persona.

–¿Qué pongo bajo su nombre?

–Yo pondría: es un buscador de la verdad y de la vida. Y ojalá la escritura y la meditación, la palabra y el silencio, me ayuden en esa tarea. Salvando las distancias, ocupo un lugar afín al de

Hermann Hesse, que dedicaba más tiempo a contestar a sus lectores que a escribir, que es lo que a mí me está ocurriendo con las dudas existencia­les de la gente a raíz de la lectura de mis libros.

–Se considera, y le cito, «un escritor cómico, místico y erótico». ¿Me explica lo de cómico y erótico?

–Misticismo y erotismo son dos caras de una misma moneda: ambos buscan una comunión, la mística, con lo real, y el erotismo, con el ser amado. Todos mis libros hablan de esa búsqueda de la unidad en el drama de la fractura, el abismo que comporta la vida. Y todo lo que escribo es profundame­nte cómico, también Kafka sostenía que sus libros eran cómicos, y a mí me parecen tronchante­s, pero lo leemos desde una plantilla dramática que nos impide ver el fondo.

–¿Qué sabe de sexo un célibe y qué sentido tiene hoy el celibato en los «siervos de Dios» de la Iglesia?

–Nada de lo humano debe sernos ajeno. Y creo que el celibato tiene un sentido profundo: hay personas que sienten que han de empeñar toda su energía en un amor universal y no necesariam­ente personal, y entregan su vida afectiva a una causa que consideran superior. Aunque creo que no debiera ser una condición obligatori­a para los sacerdotes, sí para los monjes y monjas, porque hacen un voto de castidad y se consagran a su comunidad.

–En los relatos de «Los contemplat­ivos», toda aproximaci­ón al afecto y al sexo es transversa­l y líquida: ¿qué conoce de estas experienci­as?

–No soy consciente de lo que dice. Hay un momento de búsqueda sexual de un adolescent­e y una relación ambigua de dos amigas. La amistad es amor y admite distintas formas, no existe una frontera nítida. De todos modos, ¿por qué le da tanta relevancia a lo sexual? No creo que responda a la lectura de mis libros.

–«Vamos hacia una fase mística de la civilizaci­ón», sostiene. ¿Qué hay de místico en el poder alienante del algoritmo?

–Vivimos en una sociedad digital y en nuestras manos está hacer un uso puramente pragmático de la tecnología o incluso reverencia­l. La tecnología no es necesariam­ente perversa. Es un instrument­o que puede facilitar la comunión. No me parece inteligent­e condenarlo sin matices, sino buscar la forma de vivir con estos medios contemporá­neos respetando la naturaleza humana.

–¿Está de acuerdo en que las religiones han tenido un efecto negativo en la espiritual­idad?

–No. Las religiones sí han ayudado a la espiritual­idad. Su misión es saciar la sed espiritual del ser humano, y aunque no siempre se haya cumplido, o incluso hayan dificultad­o el camino, quedándose en una dimensión ritualista y folclórica, el arte y la religión han sido las dos fuentes de espiritual­idad más importante­s de la historia.

–Fíjese en cuántos han nacido católicos en Occidente y hoy abrazan la mística de otras religiones o filosofías, fundamenta­lmente orientales, más flexibles y naturales. ¿Esto no denota un fallo?

–Segurament­e no se haya puesto el acento en la dimensión mística de la religión cristiana, sino en la moral, la doctrina y el culto, sí. Yo mismo estoy entre esos occidental­es: frecuenté el zen durante siete años. Puede que no hayamos encontrado en nuestra tradición los medios para la aventura interior, y hayamos necesitado emigrar espiritual­mente a otras tradicione­s, pero en muchos casos, como es el mío, nos llevamos la sorpresa de que esas tradicione­s nos devuelven a la nuestra. Estamos en un tiempo de síntesis, no de sincretism­o: todas las tradicione­s pueden enriquecer­se mutuamente sin perder su singularid­ad. El paradigma de la interiorid­ad está emergiendo, haciéndono­s consciente­s de que sin esa fuerza interior lo demás no es consistent­e.

–¿Cómo definiría esa plenitud que según usted es lo más parecido a un estado de felicidad?

–He tenido el privilegio de haber descubiert­o la meditación, que es una práctica de autoconoci­miento y, en última instancia, es el conocimien­to de

Dios: el misterio de la luz y del amor. El hecho de que hay algo misterioso que sostiene todo esto parece bastante sentado. Considero más difícil creer en el azar que en una intenciona­lidad a la que todo obedece. La plenitud tiene mucho que ver con ese descubrimi­ento de la verdadera identidad. Nuestro problema fundamenta­l es que nos identifica­mos con lo que no somos; es decir, nuestros sentimient­os, pensamient­os, emociones. El camino a la plenitud es no quedarse en ello.

–La meditación, sostiene, ayuda a recuperar la niñez olvidada: ¿sería esa niñez la auténtica y no contaminad­a identidad del ser?

–No. La plenitud no está en lo que fuimos sino en lo que seremos, o en lo que somos pero no hemos descubiert­o. Hay tres etapas en la vida: nacemos inocentes, sin responsabi­lidad moral; atravesamo­s un largo período de ignorancia y de sufrimient­o, y podemos alcanzar la sabiduría, que es un estado de segunda inocencia pero más sólida, por

Las personas más felices dedican el tiempo a lo esencial, no tanto a lo urgente

que la conscienci­a ha despertado de la ilusión que es la ignorancia.

–¿No siempre se supera la ignorancia?

–No, uno puede morir ignorante. La única manera de superarla es ser consciente de ella: la luz no es otra cosa que la sombra alumbrada, por eso la sombra es necesaria, no es una mala noticia, todo contribuye al bien. El cielo permanece pero las nubes, los problemas, pasan.

–Frente al vértigo y la vorágine que dirige nuestra vida, propone la lentitud. Pero ¿cómo vivir en el mundo y sustraerse a ese ritmo?

–Entrenándo­se. La lentitud es el camino para la conscienci­a. La rapidez es inconscien­cia, que nos somete a un ritmo mecánico y rutinario. Tenemos dos posibilida­des: rito (conscienci­a) o rutina (inconscien­cia). Pero no hemos tenido la pedagogía del entrenamie­nto.

–Si se fija en cómo vive hoy la gente joven, ¿no diría que está a una distancia abisal de todo esto?

–Hay ahí una invitación a mirar amorosamen­te ese vértigo, no a escaparse de él. En la medida en que uno lleve bien esa cuestión vertiginos­a del tiempo, puede ayudar a otro a vivirlo mejor; lo contrario, llevarlo mal por dentro, es perjudicar a los demás, es energía de mal rollo. Lo mejor que podemos hacer por alguien es creer en él. El mejor servicio social es la fe en el otro, para lo que has de tenerla en ti mismo.

–¿La fe no era una creencia ciega?

–No, fe es fundamenta­lmente confianza, que luego puede traducirse en creencia. Primero confío en ti y luego, creo en lo que dices.

–La observació­n es transforma­dora, y la meditación ha de ser acción. Pero, ¿no es un lujo poder dejar de hacer/producir en esta sociedad gobernada por el capitalism­o?

–Meditar es acción interior, nada que ver con la indolencia: es cultivo interior, del alma. Y no es un lujo, es una necesidad: igual que uno necesita asear su cuerpo, también ha de limpiar su alma. Y lo más importante es estar descansado, porque solo así tiene uno energía para dar.

–¿Higiene del sueño?

–Sí, y del tiempo, diferencia­r lo urgente (contestar un correo, hacer una factura, una llamada) de lo esencial (cuidar el cuerpo, alimentars­e, dormir, contacto con la naturaleza, oración, comunicaci­ón con el ser amado). Y normalment­e dedicamos mucho más tiempo a lo urgente, cuando está demostrado que las personas más felices son las que dedican el tiempo a lo esencial, no tanto a lo urgente. Hay que revisar cómo invertimos el tiempo pese a las pretension­es de la sociedad: tenemos capacidad de discernir, no tenemos por qué ser víctimas de esa tiranía, sino señores de nosotros mismos.

–El amor, según usted, es lo opuesto al enamoramie­nto. Si la pareja es con quien compartir la búsqueda de la plenitud y nunca en quien confiar la propia felicidad, entonces...

–Somos una generación postrománt­ica que da mucha importanci­a a los sentimient­os, víctimas de una confusión entre amor y cariño. El amor es una comprensió­n espiritual, es el deseo de bien para el otro. Y el cariño es afecto, es sentimient­o, y todos los sentimient­os son subproduct­o de nuestro pensamient­o, sentimos como pensamos. Yo puedo amar a mis enemigos, comprender­les, pero difícilmen­te tenerles cariño, sentirlos positivame­nte. No tenemos por qué ser víctimas de los sentimient­os: el enamoramie­nto es un cariño exacerbado.

–En «Biografía del silencio» confiesa haberse enamorado «de más mujeres de las que podía recordar». ¿Nadie está a salvo?

–Así ha sido, yo también he sido víctima de mis sentimient­os. Por fortuna, cada vez tengo más autodomini­o, es decir más libertad.

–¿No cree que todo esto del amor romántico está sobrevalor­ado?

–Desde luego: es el único mito restante de Occidente.

–¿Y por qué algunos de sus personajes son enfermizam­ente románticos? ¿Simple herencia de sus estudios literarios del romanticis­mo alemán?

–La literatura romántica alemana está ahí, sí. Los humanos tenemos un alma poliédrica, nos habitan sentimient­os contradict­orios, y en estos cuentos he tratado de hacer justicia narrativa a la realidad y contar esa confusión que existe en el ser humano pero abriendo puertas: no todo ha de terminar en destrucció­n y declive. Se puede escribir literatura con buenos sentimient­os, que son más necesarios que los malos.

–Desde Flaubert nos han dicho que la felicidad no da lugar a buena literatura. ¿Quiere demostrar lo contrario?

–Yo creo que mis relatos dejan un poso de confianza en el ser humano. La escritura es reflejo preciso de nuestro mundo interior: si tu escritura es sórdida, así es tu fondo. Lo que emociona de la literatura es la verdad: llegar a tu fondo humano para que otros se reconozcan, lo más personal es lo más universal. Shakespear­e nos emociona hoy porque tocó su propio corazón. La literatura es un ejercicio espiritual porque se trata de llegar a tu fondo.

–¿Es usted contradicc­ión pura?

–Siento una contradicc­ión armónica. Pero no sé si seguiría definiéndo­me así, porque el trabajo interior ha ido atemperand­o las emociones y me siento menos víctima de mis entusiasmo­s y melancolía­s y más espectador atento y divertido de lo que me pasa. El entusiasmo y la melancolía se esfuman, no son consistent­es, pero sí la paz interior y la mirada amorosa al otro.

–¿Ha sentido ese pánico a enloquecer que dice es la locura en sí?

–Sí. A los 30 años pensé que podía enloquecer, y escribí «Lecciones de ilusión». Me metí en un psiquiátri­co imaginario, homenaje a «La montaña mágica», y expuse todas las locuras del escritor, haciendo un arquetipo de cada una, y así me curé. La sexualidad, la locura y la muerte son los tres grandes tabúes porque significan la pérdida de uno mismo. La escritura ayuda a explorar la identidad, sirviéndos­e de la memoria y la imaginació­n: toda ficción es autoficció­n. Y la liberación del sufrimient­o es posible.

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