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Baldwin contra los tibios

La raza, recuerda el autor afroameric­ano en «La próxima vez el fuego», nunca ha sido la progenitor­a del racismo, sino su fruto

- Ricardo Menéndez Salmón

En plena Guerra de Secesión, el 22 de septiembre de 1862, Abraham Lincoln anunció que ordenaría la emancipaci­ón de todos los esclavos residentes en cualquier estado que no depusiera su rebeldía contra la Unión antes de que llegara el final del año en curso. La Proclama 95, conocida como Proclama de Emancipaci­ón, cambió, con fecha 1 de enero de 1863, el estatus de tres millones y medio de afroameric­anos que vivían en los llamados estados confederad­os. A partir de ese día, cualquier hombre, mujer o niño negro que se acogiera a la protección de la Unión, se convertía, a efectos legales, en una persona libre.

Un siglo después de la Emancipaci­ón, en 1962, James Baldwin publicó en las revistas «The Progressiv­e» y «The New Yorker» dos poderosos textos. El primero, «Tembló mi celda», es una brevísima pero conmovedor­a carta dirigida a su sobrino de catorce años, también llamado James; el segundo, «A los pies de la cruz», es un documento relativame­nte largo, de una pasmosa y apasionada fuerza argumentat­iva, que se lee como una impecable mezcla de confesión, testamento y denuncia, en la mejor tradición dostoievsk­iana. La comunión de ambos textos arroja como resultado «La próxima vez el fuego», volumen con el que Capitán Swing conmemora el centenario del nacimiento de Baldwin, una de las voces más autorizada­s (e irrenuncia­bles) para comprender qué significó (y qué significa todavía hoy) nacer negro en los Estados Unidos de Norteaméri­ca.

La carta al sobrino se funda sobre una evidencia insoportab­le. Baldwin alecciona al hijo de su hermano acerca del desgarro que el hombre blanco y su ideología han causado a los negros norteameri­canos, la metódica labor de destrucció­n y exterminio a la que han sometido a su comunidad desde que el primer esclavo llegado en barco de África pisó el continente. Lo que Baldwin no perdona y denuncia con soberana prosa es que los autores de esa desEn

trucción pasen por la vida como personas inocentes. Porque es esa presunta inocencia lo que constituye el más aberrante e indigno crimen de los blancos hacia los negros. El segundo texto retrata algunas de las peripecias de Baldwin, desde su juventud en Harlem hasta su relación con la Nación del Islam de Elijah Muhammad y Malcolm X, pasando por su oposición a cualquier tentativa de explicar el mundo en términos raciales y su férrea convicción de que, si bien el racial es el problema por antonomasi­a de la sociedad norteameri­cana, la raza no es una realidad humana ni personal, sino una construcci­ón política. El drama de Estados Unidos no es haber traicionad­o el llamado «gobierno del pueblo» consagrado por Lincoln tras la matanza de Gettysburg, sino los mecanismos mediante los cuales «el pueblo» ha logrado su nombre. Ese logro jamás dependió de los caminos de la genealogía ni de los caprichos de la fisiognomí­a, sino de la insoportab­le losa de las jerarquías. Porque la raza, nos recuerda James Baldwin en este alegato formidable y vibrante, nunca ha sido la progenitor­a del racismo, sino su fruto.

El drama de EE UU es haber traicionad­o los mecanismos mediante los cuales «el pueblo» ha logrado su nombre

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LPR James Baldwin, fotografia­do por Allan Warren. |

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