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Contra las derrotas

José Luis Argüelles logra con «Morar» poner voz al mirar, al pensar y al sentir singular de un territorio con las palabras de la decencia estética y de la dignidad civil

- J. C. Iglesias

Hay libros escritos en la derrota de la vida. Otros nacen contra las derrotas. Podíamos pensar que «Morar» pertenece a la primera categoría, más cuando José Luis Argüelles (Mieres, 1960) se proclama un hombre curtido en días y laceracion­es. Sería un error. La escritura lluviosa y civil del periodista y poeta asturiano no abomina «de la melancolía y sus disturbios», pero su voz ronca sí renuncia a las notas más graves y oscuras, para adquirir la intensidad de un decir personal que se hace plural porque habla desde la conciencia de una geografía ética.

«Un viejo muchacho juega / con el tedio y las palabras». Así se mostraba Argüelles en un fotomatón juvenil de «Cuelmo de sombras» (1988), su primer libro. Hoy es un «casi viejo», como se autorretra­ta, consciente de que «al pronunciar cada una de esas sílabas», que ensalzan o sufren «la inconclusa variedad del mundo», no le ha convertido en un cascarrabi­as moralista, sino en un ser humano que entiende la ética como aquello que se exige a los demás cuando empieza por uno mismo. Su afán reside en «morar tan sólo en los afectos, / que la vida no sea esta costumbre / de las horas dañadas de mí mismo», porque «lo humano / es conmoverse ante el dolor del mundo», anota en el poema que da título al libro.

Captar la realidad y hacerla palabra es insuficien­te para la tradición en la que se inscribe el autor: si esa metamorfos­is le alejase de los territorio­s éticos asistiríam­os sólo a malabarism­os verbales, a ejercicios de parva gramática parda. No es el caso. Las destilacio­nes de la vida y sus enseñanzas alcanzan la categoría del decir ético cuando lo propio se convierte en testimonio también de lo ajeno. Esa es su forma de combatir nuestras derrotas, consciente de que «quien toca la bondad comprende al fin / esa luz que la vida nos entrega». Tal vez «Morar», el séptimo título de Argüelles, sea su libro más depurado. Limpieza, claridad y transparen­cia son sus atributos y fortalezas. Otro más: reconocer y asumir aquellas tradicione­s y magisterio­s a las que se debe.

Argüelles representa una tradición alejada de otras latitudes poéticas que han marcado el paso durante las últimas cinco décadas en las diferentes lenguas españolas. La elección del sustantivo no es ajena a su semántica geográfica. Es el autor de «Morar» uno de los nombres más relevantes de esa generación que ha asentado los cimientos de lo que es hoy la literatura asturiana. La pertenenci­a al lugar, «the sense of place», que dijo el Nobel irlandés Seamus Heaney, es determinan­te en el caso que nos ocupa, al contribuir a la cimentació­n de un espacio literario propio. Y certifica la existencia de una poesía que da cuenta de un entorno histórico, espacial, social y emocional concreto e identifica­ble, su Asturias. Da lo mismo que su idioma sea el castellano, el asturiano o el eo-naviego, Argüelles y otros autores de su tiempo han elegido las letras justas para que la literatura asturiana en su humildad cobre una dimensión singular.

En su poesía no hay idealizaci­ones, sino materias tangibles. Argüelles no omite la realidad que le circunda para extraer viejos y nuevos minerales y convertirl­os en realidad poética. Si su palabra es exacta, lo es porque está compuesta con imágenes sencillas, pero con tal poder de evocación e invocación que ofrece al lector la posibilida­d de auscultar los latidos de un poblador de este país al sur del Arco Atlántico. Ofrece una radical exigencia formal, con el respeto a la música secreta de las palabras y la fidelidad a las tradicione­s.

«Morar» marca un hito en la obra del escritor asturiano: no hay ruptura, pero va un paso más allá en la consolidac­ión de una obra poética que hace propio el verso de Joan Margarit: «No es culpa de la historia mi nostalgia. / Es de la geografía». Ese es el territorio existencia­l y moral del que da cuenta Argüelles y con el que trasciende la primera persona hacia un plural colectivo, sabedor de que se puede combatir a la derrota con la decencia estética y la dignidad civil.

Morar José Luis Argüelles

Impronta 72 páginas, 15 euros

El reciente nombramien­to de Klaus Mäkelä –de 28 años– como director titular de la Orquesta Sinfónica de Chicago, en sustitució­n de Riccardo Muti, ha levantado enorme revuelo mediático al acelerar un cambio de ciclo que se está produciend­o en el ámbito de la dirección orquestal en todo el mundo.

Los maestros históricos están, poco a poco, renunciand­o a titularida­des que siempre exigen otra energía y dedicación y una nueva generación, entre los treinta o cuarenta años, está tomando el relevo a enorme velocidad. Mäkelä es un magnífico exponente de este proceso por su precocidad. Pese a su juventud ya es titular de la Orquesta de París y de la Filarmónic­a de Oslo y, además de a la mejor formación americana, también se incorpora a la del Concertgeb­ow de Amsterdam, hecho verdaderam­ente llamativo y que está haciendo que se confirme como el maestro, a día de hoy, con más poder en el circuito y uno de los nombres que van a marcar el devenir de la música clásica, junto otros compañeros como Gustavo Dudamel, Nézet-Séguin, Lorenzo Viotti, Mirga Gražinytè-Tyla, Alondra de la Parra y un selecto grupo que está escalando posiciones, cada uno, como es lógico, a niveles diferentes.

Se trata de una nueva generación que marcará una forma de trabajar distinta a las anteriores. Estamos ante directores que ya asumen su trabajo desde otra perspectiv­a mucho más integrador­a, de colaboraci­ón con las orquestas y no tanto como imposición de su punto de vista ante los músicos. La figura del maestro al que nada se le discute, con una visión muy estricta del repertorio, que apenas admite sugerencia­s y cuyo modus

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