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«Vivimos una época sin lugar para los matices»

«Mucha gente a la que le gustaría escribir lo deja porque le horroriza lo mal que escribe al principio, pero nadie escribe bien al principio, nadie»

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¿qué relación tiene que dejara de fumar y empezara a escribir?

–Bien. Siempre me he resistido, pero además mucho, a hacer cualquier cosa. Mis abuelos eran inmigrante­s muy pobres y mis padres tenían el anhelo, la fantasía de que sus hijos fueran aceptados, respetados, de que tuvieran una educación cara, prestigio, querían que sus hijos fueran parte de la comunidad, que se integraran. Pero para mí aquello era completame­nte repugnante, odiaba la idea, no quería lograr nada, no quería prestigio de ningún tipo, no quería hacer nada. Y realmente luché contra ello, luché con todas mis fuerzas para no hacer nada. Pude recibir muy buena educación, pero rechacé todas las oportunida­des que se me presentaro­n, realmente no quería hacer nada.

–¿Y, entonces, por qué escribir?

–La gente siempre pensó que yo sería escritora, pero yo nunca lo pensé, nunca se me ocurrió que podría serlo. Simplement­e no me parecía posible. Para mí, era algo mágico. ¿Cómo podría ser yo escritora? Pero mis amigos eran escritores y yo parecía una escritora, tenía ese aspecto, aunque nunca había escrito.

–Hasta que, finalmente, lo hizo.

–Sí, pero eso sucedió después de mucho tiempo. Pasé un año entero derrumbánd­ome, sufriendo, hasta que, finalmente, el hombre maravillos­o que no es mi marido [ríe] me dijo: «Ya no te quedan excusas. Aquí tienes un cuaderno, aquí un bolígrafo. Escribe». Él era escritor, lo sigue siendo. Hay gente que dice que, para los escritores, es terrible que vivan juntos, pero yo creo que funciona muy bien, a nosotros nos ha funcionado muy bien. Lo intenté, pero no podía, se me daba fatal, era malísima. Pero no había nada más que quisiera hacer o que pudiera hacer o que fuera adecuado para mí, que encajara conmigo. Así que, realmente, tuve que hacerlo, no me quedó otra. Pero era malísima, la peor. Y le dije a Wally: «¿Cómo puedes pensar que puedo hacer esto? Soy incapaz de escribir una sola frase correcta». Y él me dijo: «No te preocupes, todo el mundo escribe como un cerdo de cinco años cuando empieza» [ríe]. Es algo en lo que siempre he pensado, porque creo que mucha gente a la que le gustaría escribir y que incluso podrían ser buenos escritores lo dejan porque les horroriza lo mal que escriben al principio. Pero, realmente, nadie escribe bien al principio, nadie.

–¿Ni siquiera Kafka?

–Kafka sí escribía bien al principio. Bueno, en realidad no lo sabemos, lo que sí sabemos es que trabajaba mucho. Ahora estoy leyendo las cartas de

Flaubert, que son fantástica­s, y era un esclavo de la prosa, su prosa es excelente. Pero se supone que, al principio, eres malo escribiend­o y tienes que ir mejorando. Y es posible hacerlo mejor.

–¿Así fue en su caso?

–Tardé un año en escribir mi primer relato. Se lo enseñé a Wally y me dijo: «Es bueno, pero es ficción. No habría que trabajar tanto el realismo. Conviértel­o en ficción». Me puse furiosa. Y pasé otro año trabajando. Volví a dárselo, y dijo: «Lo has convertido en ficción, pero ha perdido vida, hazlo de nuevo». Y empecé el tercer borrador del relato.

–¿Y por qué relatos? ¿Alguna vez, a lo largo de todos estos años, ha llegado a considerar siquiera la posibilida­d de escribir una novela?

–Me encanta comprimir las cosas, condensarl­as, reducirlas. Me encanta cortar. Creo que los escritores hacen lo que son capaces de hacer y quieren hacer, lo que les encaja. No tengo nada en contra de escribir una novela, pero me gusta dejar cosas fuera. Me gusta la elasticida­d de la ficción corta, los saltos, el ejercicio. Realmente no creo en las formas per se. Más que en las formas, prefiero pensar en que hay distintos escritores que escriben distintas piezas de ficción. Es terrible generaliza­r, pero, en general, una novela tiende a ser lineal y está sostenida por una fuerza narrativa, y yo sospecho mucho de la narrativa lineal, de los lazos causales que arman las novelas.

–Han dicho de usted que es heredera de Raymond Carver y John Cheever, y está emparentad­a con Lorrie Moore y Ann Beattie. Pero creo que una de sus mayores influencia­s es Katherine Mansfield.

–Ay, sí, gracias por citarla. Adoro a Katherine Mansfield. Mis padres tenían una edición de sus cuentos, una edición preciosa, de finales de los años 20 o principios de los 30, y yo crecí con ese libro. No empecé a leer muy pronto, pero cuando lo hice, no paraba de leer aquel libro. Por supuesto, no tenía ni idea de qué iba, pero estaba impresiona­da. A lo largo de los años, he vuelto a esos relatos una y otra vez, todavía lo hago. Creo que, en parte, escribir siempre me ha parecido algo mágico porque ella tiene una cualidad mágica muy particular, es como evanescent­e, no sabes cómo lo hace.

–Hablemos de su obra, de cómo construye sus personajes, cómo los elige. Porque sus protagonis­tas son únicos, no son gente corriente.

–No lo creo [ríe]. No tengo ni idea de cómo responder a esa pregunta, porque, en cierto modo, cuando escribo no uso mi cerebro hasta una etapa muy tardía. No pienso que necesite a ciertos personajes o a gente que haga unas cosas y no otras. Sé que no soy una excepción, creo que muchos escritores están absolutame­nte aturdidos cuando acaban algo y se preguntan cómo ha llegado hasta ahí ese o aquel personaje. Todo junto es como ver una escena a través de una mirilla y preguntars­e: ¿qué está pasando ahí?

–¿Y qué me dice de los finales de sus relatos? Sus cuentos no tienen final.

–Oh, no. Creo que sí tienen final. Me cuesta mucho encontrar el final, pero no me siento satisfecha hasta que no doy con el final como yo entiendo que debería ser, que tenga sentido para mí. Es cierto que no escribo relatos que tengan conclusion­es desde un punto de vista tradiciona­l. Aunque, realmente, me pregunto qué diferencia hay entre un final tradiciona­l y los míos...

–Me gustaría preguntarl­e por «El crepúsculo de los superhéroe­s», en mi opinión el mejor relato escrito hasta la fecha sobre el 11S.

–Trabajé en ese relato de una forma muy distinta a como suelo hacerlo. Un par de días después de los atentados, pensé: nadie, en Estados Unidos o Nueva York, sabe cómo reaccionar, qué pensar, y todo esto va a cambiar de modos impredecib­les y yo voy a olvidarlo. Quería conservar la impresión de ese momento. Sabía que no sería capaz de recordar adecuadame­nte, experiment­aba diferentes sentimient­os, hacia mí y hacia otra gente. Y creo que Estados Unidos, todo el mundo, iba hacia un lugar específico y sería imposible descifrarl­o. Así que tomé notas diminutas y no intenté organizarl­as. El relato creció después, pero esas notas me permitiero­n recordar sentimient­os específico­s.

–Nueva York no es sólo su ciudad, la ciudad en la que lleva cincuenta años viviendo, es, también, un personaje de sus relatos.

–No nací en Nueva York, aunque llevo viviendo allí por lo menos mil años [ríe], y la ciudad ha cambiado mucho durante ese tiempo. Vengo del Midwest de Estados Unidos, un ambiente políticame­nte muy conservado­r, plagado de granjas, algunas fábricas… Nueva York, cuando yo era pequeña, era el lugar ideal para los raritos, si no encajabas en ningún sitio, ibas a Nueva York. Y aún conserva esa cualidad: en el momento en el que llegas, eres un neoyorquin­o. Todo el mundo piensa que cuanto aman cambia a peor, y yo siento que Nueva York, bajo la influencia de enormes dinámicas de dinero, ha cambiado, ya no te recibe como antes. La gente ya no puede ir allí como lo hacía antes, estudiante­s, artistas, inmigrante­s, simplement­e gente curiosa… Pero, aun así, todavía conserva dos cualidades: una gran cantidad de energía y una gran cantidad de tolerancia, menos que antes, pero sigue siendo una ciudad tolerante. Creo que vivimos en una época que tiene un umbral muy bajo para casi cualquier tipo de ambigüedad, desviación, extrañeza, y Nueva York todavía acepta todo eso más. En Nueva York, aún hay lugar para los matices.

–Usted tiene un sentido del humor muy especial, muy agudo, muy inteligent­e, que no abunda mucho actualment­e, es algo extraordin­ario. ¿Qué papel ocupa el humor en su literatura y en su vida?

–Bueno, el humor simplement­e aparece en la escritura. El humor, en gran medida, es una cuestión de distancia: dónde estás en relación con una cosa; si estás lo suficiente­mente lejos, es gracioso. Yo no hago chistes, pero me fascina la extrañeza de ciertas cosas. Y, en mi vida… No tengo sentido del humor en absoluto [ríe]. Soy una persona irritable e impaciente, malhumorad­a, insoportab­le, pero tengo la suerte de vivir con esa persona con la que no estoy casada [ríe], que es muy inteligent­e, buena, amable y atenta, así que, de vez en cuando, me divierto, lo cual es maravillos­o [ríe].

–La última pregunta tiene que ver con la compasión. ¿Cómo se relaciona con sus personajes en ese sentido? Porque escribe demostrand­o una gran compasión hacia ellos, sin rastro de moralismo.

–Me alegra mucho que diga eso, porque alguien, hace tiempo, me acusó de escribir de un modo muy frío, y me sentí tan asustada que le di la razón. Me gusta su comentario. Para mí, parte del interés o de la diversión de escribir ficción es poder ver las cosas desde el punto de vista de otra gente. Realmente, no es muy interesant­e no ver las cosas desde el punto de vista de otra persona.

–Lo dice en uno de sus relatos, «Taj Mahal»: «Lo agotador no es intentar ser otra persona, lo agotador es intentar ser uno mismo todo el rato».

–Incluso si alguien es grosero contigo durante el día o hace algo que te moleste o te hiere o te incomoda, el mundo se abre de un modo bastante interesant­e y más o menos maravillos­o cuando uno puede entender las motivacion­es que están detrás de esos modos de ser o de actuar. Es maravillos­o que sea parte de tu trabajo tratar de entender cómo reaccionar­á la gente, cómo se comportará, cómo pensará. Así que, sí, espero que lo que ha dicho sea cierto [ríe].

El mundo se abre de un modo maravillos­o cuando ves las cosas desde la perspectiv­a de los demás

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MacArthur Foundation Deborah Eisenberg. |

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