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Segunda mano

No saber nunca la verdad de las vicisitude­s que ha corrido un libro de viejo hace emerger cierta forma de belleza

- Juan Tallón

En una conversaci­ón con un escritor, este mencionó un libro del que nunca había oído hablar, aunque sí de su autor. No saber nada de un gran libro, como parecía ser aquel, te hunde por unos segundos en la miseria, porque se valida una verdad terrible: que no sabes tanto. El libro era «Arkansas», de David Leavitt, que en España se publicó en 1998. Pensé en algunas de las cosas que hacía yo ese año y entendí mi ignorancia. «Arkansas» reúne tres cuentos largos, que era a todo lo que aspiraba mi amigo escritor: juntar un puñado de relatos, ojalá tan largos y espléndido­s como aquellos. No pedía más.

Una semana después de aquella conversaci­ón, me hice con un ejemplar de «Arkansas». No fue extremadam­ente difícil, pero tampoco sencillo. Cuando lo saqué del envoltorio y comprobé que el lomo estaba descolado, se me escaparon un bufido y un joder. Lo normal. Pero pasar un par de páginas y leer una nota manuscrita de su anterior propietari­o me puso otra vez de buen humor. Me puse de buen humor, pero era un drama. El dueño había escrito con un rotulador naranja muy brillante: «Este libro fue un regalo, en mis vacaciones hacia España, de mis amigos para felicitarm­e. 1724 de octubre de 2002». Nos gusta pensar que los regalos son sagrados, y más si se trata de libros, así que después de esto ya no pude dejar de imaginar todas las cosas que pudieron acabar pasando en la vida de aquel ejemplar de «Arkansas» para que, a la vuelta de 25 años, el libro me pertenecie­se.

¿El dueño había fallecido y los herederos habían acabado vendiendo esa y otras novelas, quizá todas? ¿Acaso se había deshecho de ella el propio dueño? ¿Y la habría leído previament­e? ¿Le pareció absurdo seguir atesorándo­lo? ¿Lo vendió por algún tipo de necesidad económica o sentimenta­l? ¿Pudo perderlo? ¿O más bien se lo robaron? Inevitable­mente, todas las posibilida­des conducían a una historia o triste o tristísima. Y, sin embargo, no saber nunca la verdad, y que el misterio las avivase todas, hacía emerger cierta forma de belleza.

Me sucedió hace años algo parecido con «Desayuno en Tiffany’s», de Truman Capote. Me hice con un ejemplar en una librería de segunda mano. Al abrirlo, en la tercera página, descubrí un largo mensaje escrito a lápiz por su propietari­a original: «Este libro es uno de los libros que más quiero: es el tipo de libro que se hace entrañable. Cuando un personaje tan extravagan­te, alegre y conmovedor como Holly Golightly entra en tu vida, es difícil no sorprender­te pensando en ella en el curso del tiempo. Algunas veces me hubiera gustado parecerme a ella y quizá en algún momento he intentado imitarla. Es en el fondo una mujer muy desamparad­a. En fin, de este libro no te quiero decir nada más, solo que, para mí, fue un encuentro importante que me descubrió a Capote y también que siento la típica envidia que el abuelito decía sentir con mamá cuando esta descubría un libro por primera vez: el deslumbre, la maravilla… Felicidade­s. Tu primita italiana, Verónica. Mayo de 1994».

Cuando trato de ponerme en la cabeza de la prima de Verónica, a la que esta había regalado la novela de Capote, soy incapaz de explicarme qué la llevó a desprender­se del libro. ¿Se vio en alguna clase de aprieto? ¿Odió el libro después de leerlo? ¿Tal vez rompió la relación con Verónica y se deshizo de cualquier cosa que se la recordase, incluidos sus regalos? Fuese lo que fuese, Verónica amaba «Desayuno en Tiffany’s», y también aquel preciso ejemplar, pero por encima de eso amaba más a su prima, a la que se lo cedió con la esperanza de que también ella se conmoviese ante Holly Golightly. Y, sin embargo, tanto amor ajeno acabó en una librería de viejo y más tarde en mis manos, como «Arkansas».

Nos gusta pensar que los regalos son sagrados, y más si se trata de libros

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