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Manías y hábitos de escritorio

Quizá la mesa de un novelista explique más que su propia cama

- Olga Merino

Cuentan que Ernest Hemingway afilaba 20 lápices con el sacapuntas para empezar a escribir. Willa Cather

leía un fragmento de la Biblia antes de meterse en harina (no por la fe, sino por la prosa). Thornton Wilder estiraba las piernas con un largo paseo. William Styron no podía prescindir de unos blocs de papel amarillo para volcar sus pensamient­os. William Maxwell tecleaba en pijama y albornoz hasta el mediodía. Eudora Welty se pimplaba un bourbon con agua viendo el noticiario al acabar su jornada. Y así hasta el infinito, un catálogo interminab­le de manías, costumbres y neurosis. Resulta fascinante husmear en los métodos de los escritores –la brújula y el mapa, las fichas, los pósits y el galope desbocado–, escarbar en sus hábitos, horarios y extravagan­cias, fisgar entre los fetiches que suelen atesorar en sus espacios de trabajo. Quizá la mesa de un novelista explique más que su propia cama, pues es en la intimidad del escritorio donde se moldean personajes, se atornillan tramas y se ensayan saltos en el espacio y el tiempo. Tiene gracia que en inglés la sábana y la hoja de papel se designen con la misma palabra: sheet.

Por culpa de esta curiosidad obsesiva, acabo de comprar por internet un libro de saldo titulado «The writer’s desk», con estupendas fotografía­s en blanco y negro de Jill Krementz, retratos de 110 escritores, en su mayoría anglosajon­es, que posan en sus santuarios, acompañado­s de comentario­s breves acerca de sus ritos y disciplina­s. El volumen había pertenecid­o a una biblioteca pública de Illinois y apenas presenta señales de uso, si no fuera por el rodal de una taza de café en la página nueve, justo encima del escritorio de John Updike. Bueno, uno de ellos, porque el autor de «Corre, conejo» confiesa que disponía de tres en el estudio: una mesa de roble para atender la correspond­encia y el teléfono, otra de formica blanca que sostenía el procesador de textos y una tercera de acero verde oliva, procedente de alguna oficina militar, para la escritura a mano, «cuando la fragilidad del proyecto exige que me acerque sigilosame­nte con la más humilde y silenciosa de las armas, un lápiz».

En la colección de fotografía­s, el gran Saul Bellow escribe de pie, sobre lo que parece un tablero de delineante. Ross Macdonald y Toni Morrison, sentados en un sofá orejero y en otro de tres plazas. Joan Didion y Kurt Vonnegut trabajan descalzos. Sobre las mesas de John Cheever y Susan Sontag descuellan ceniceros. Philip Roth, el más displicent­e, accede a posar en su despacho aun cuando la liturgia de los hábitos le parece una pamema que no le interesa lo más mínimo. De pretender el libro un supuesto galardón al caos, se lo disputaría­n entre Stephen King y el psicólogo Jean Piaget, quien se defiende diciendo que el desorden no existe como tal, «sino dos tipos de orden: el geométrico y el de la vida». El premio opuesto, el del escritorio impoluto, se lo reparten ex aequo entre Joyce Carol Oates y Georges Simenon, quien alinea sus pipas, más de una veintena, como el instrument­al quirúrgico de un sacamuelas. El bufete de Pablo Neruda no invita a tomar asiento.

¿Puntos en común? La mañana se prefiere a la noche para el trabajo, y el perro gana como animal de compañía. En el centenar de escritores se advierte, además, una batalla constante por mantener a raya el ruido del mundo y las distraccio­nes, así como la ejercitaci­ón del nervio que activa la perseveran­cia: «Es importante intentar escribir cuando no se está de buen humor o el tiempo no acompaña», dice el poeta John Ashbery.

«Aunque no lo consigas, estarás desarrolla­ndo un músculo que quizá te sirva más adelante». Insistir como el picapedrer­o, contra viento y marea, hasta enderezar el rumbo. A menudo, el verdadero misterio a resolver está en uno mismo.

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