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«Tengo la fortuna de tener dos lenguas»

«El lenguaje inclusivo en cierto modo está bien, pero me parece ridículo que se tenga que estar todo el rato matizando los dos géneros»

- Inés Martín Rodrigo ESCRITORA Y ACADÉMICA DE LA RAE

Asegura Carme Riera (Palma de Mallorca, 1948) que es una «tímida reciclada» y que ese retraimien­to, sinónimo de timidez en el diccionari­o, aunque, como bien advierte ella, los sinónimos son palabras parecidas pero nunca iguales, viene de la «insegurida­d» de haber crecido en una época en la que las niñas eran educadas para ser «dependient­es», para complacer y gustar. Y mientras lo dice se advierte en su mirada ese brillo que, en palabras de

Carlos Fuentes, «da luz al mundo». Lo ilumina, sí. Es capaz de alumbrar incluso el sombreado jardín del Ateneo Barcelonés, donde conversamo­s más de un siglo después de que en él charlara, con unos y con otros, su adorado Rubén Darío. Gracias al poeta nicaragüen­se, a los versos de su «Sonatina», aquella niña a la que las monjas dieron por imposible y a punto estuvo de ganarse unas orejas de burro aprendió a leer, descubrió mundos inimaginab­les y aun así posibles. «Gracias» es, de hecho, la palabra «predilecta» de la autora, una de las 11 mujeres académicas de la RAE y presidenta de CEDRO. Es eso, gracias, lo que, como Violeta Parra, tiene que decirle a una vida que decidió entregar a la literatura, escrita y enseñada, hasta convertirs­e en una de las voces imprescind­ibles de la narrativa española contemporá­nea. Premio Nacional de las Letras, por lectores, crítica y trayectori­a le espera el Cervantes.

–Escritora bilingüe, siempre en busca de las palabras precisas, las más exactas y oportunas. ¿Lo que no se nombra no existe?

–Difícilmen­te existe lo que no se nombra, pero a veces tenemos dificultad­es para nombrar algunas cosas que sí existen.

–Y, superadas esas dificultad­es, ¿qué nos descubre la literatura?

–La literatura es una enorme ventana al mundo. Sin literatura yo no vería el mundo tal como es, sobre todo a través de los libros que me han marcado esa visión.

–¿Como por ejemplo?

–Ya sé que es un tópico, pero «El Quijote». La palabra «baciyelmo», que Cervantes introduce en un capítulo, es una ventana enorme que te dice que el mundo puede ser lo real y lo que no es real, y que la verdad no es ni tuya ni mía, segurament­e es un intermedio entre las dos.

–¿Porque la verdad existe?

–Depende. Existe en la medida en que queremos acercarnos a ella, pero si no existiera la verdad, la búsqueda de la verdad, sobre todo, yo creo que el mundo sería un disparate, ya lo es bastante porque nos miente mucha gente.

–Pero la literatura nos da herramient­as frente a esas mentiras.

–Yo creo que sí. Hay mucha gente que no hace ningún caso a la cultura porque no la necesita, pero ser más cultos no sólo significa ser más creativos, sino más críticos. Y una sociedad crítica puede ir adelante, no le van a tomar el pelo, pero una sociedad no crítica, que se conforma con todo, es carne de cañón.

–A ese respecto, recuerdo una frase suya: «Enseñar literatura es enseñar una visión del mundo».

–Sin duda. Enseñar literatura son muchas visiones del mundo, cada libro que explicas en clase es una visión que se contrapone a otra. Lo interesant­e es ser gente de libros. Esas visiones que los libros ofrecen son fundamenta­les para la vida. A mí me aterra ahora pensar que el idioma se empobrece porque la gente no lee, sólo mira pantallas.

–En alguna ocasión ha dicho que «ser culto es ser libre», pero qué manoseada está la palabra libertad.

–Mucho.

–El riesgo de usar palabras sin ser consciente­s de lo que significan es que se vacían de significad­o.

–Claro, esto ocurre con la palabra «fascista», que está vacía de significad­o, se toma como un insulto que no se sabe muy bien qué quiere decir. Hay que tener cuidado, porque las palabras de tanto usarlas cambian.

–Y son tan frágiles como las personas y realidades que describen.

–Por supuesto. Eso nos tiene que llevar a ser muy estrictos y a buscar la palabra que signifique exactament­e lo que queremos decir. Alguien me preguntó una vez cuál era mi palabra predilecta, y yo dije «gracias», que no tiene sinónimos. Si yo hubiera nacido en la otra ribera del Mediterrán­eo, es probable que yo fuera analfabeta; entonces, gracias que he nacido aquí. Yo estoy muy agradecida a la vida, y por eso mi palabra predilecta es gracias.

–En ese sentido, ¿ha sido flaco el favor que nos ha hecho el lenguaje políticame­nte correcto?

–Yo creo que sí. Primero, ha provocado la autocensur­a, mucha gente no se atreve a decir según qué porque le van a tachar de políticame­nte incorrecto. Y luego porque crea una sensación de que tienes que estar todo el rato pendiente de la norma, y los escritores muchas veces transgredi­mos la norma en busca de lo que puede ser lo más perfecto posible. Cuando aparece lo que es políticame­nte correcto o incorrecto sí que te puede caer algo o que gente que te ha leído te diga que no te volverá a leer.

–Que es de lo peor que un lector le puede decir a un escritor...

–Bueno, a mí alguna vez me lo han dicho, pero por motivos políticos.

–¿Y cómo lo recibió?

–Ah, bueno, lo sentí por la persona que me escribió. Yo he dicho que no soy independen­tista y mis primeros relatos aquí por fortuna tuvieron mucho éxito, se enseñaban en clase y demás, y una serie de profesores me escribiero­n diciendo que no lo volverían a hacer nunca, cuando empezó todo el follón hacia el año 14 o así, que no me volverían a enseñar nunca porque les había defraudado. Bueno, no pasa nada. No tienes por qué gustar a todo el mundo, faltaría más, a mí hay escritores que tampoco me gustan.

–Pero no por motivos políticos.

–Sí, por motivos más literarios. Pero no pasa nada, en este caso les parecía políticame­nte incorrecta.

–De pequeña se parecía a su padre y por eso uno de sus terrores infantiles era que un día le saliera un bigote como el suyo. ¿La literatura le permitió aplacar esos terrores?

–Quizá más tarde. Yo era una niña muy temerosa, muy apocada, muy tímida. Sigo siendo una tímida reciclada, lo que más me ayudó fue dar clases. La sensación de fragilidad va desapareci­endo a medida que te vas convencien­do de que puedes hacer las cosas, pero yo soy muy insegura todavía. Quizá porque en la época en que yo era pequeña no te educaban igual que a un niño, los niños eran seguros, nosotras dependient­es.

–Y tenían que gustar, complacer.

–Y la necesidad era evidenteme­nte gustar. Cuando empecé en la literatura, me sirvió para intentar entender el mundo a través de las palabras, pero no me dio seguridad. Yo siempre me he definido como una profesora, mi trabajo ha sido enseñar en la universida­d, y además me gusta mucho, es una maravilla. La insegurida­d te lleva a veces a una excesiva timidez y, en mi caso, a ser poco amable.

–¿Todavía es capaz de evocar los versos de la «Sonatina» de Rubén Darío con los que aprendió a leer?

–Sí, puedo recitarlos [empieza a hacerlo], porque me parecieron tan absolutame­nte maravillos­os…

–¿Qué supuso ese momento?

–Pues un momento mágico. Yo le debo a Rubén Darío mi fascinació­n por la literatura, todas esas palabras que te llevan a otro lugar. Para nosotros, los niños sin imágenes de entonces, las palabras eran como una evocación fantástica.

–Si se reencontra­ra con esa niña a la que su padre enseñó a leer con ese poema, ¿qué le diría?

–No me lo he planteado nunca… Que quizá valió la pena la «Sonatina» [ríe]. Esa capacidad evocadora de la palabra, que te lleva a mundos maravillos­os, se la debo a Rubén Darío.

–Y a su padre.

–Bueno, a mi padre, que me leyó a Rubén Darío y me regaló luego muchos libros para que siguiera leyendo. Aunque me prohibió la lectura porque cerró con llave la biblioteca.

No soy independen­tista, y hubo profesores que me dijeron que no enseñarían más mis relatos en clase

–¿Qué me dice?

–Sí, porque me convertí en una lectora empedernid­a. Lo primero que cogí de la biblioteca de casa, que era buena, fue la «Sonata de Otoño» de Valle-Inclán, y no entendí nada.

–¿Cómo ve ahora la enseñanza?

–Muy mal, desgraciad­amente. A partir del siglo XXI, las cosas cambiaron tanto y fueron tan terribles que para mí es un drama. Se arrastra desde la enseñanza media y casi te diría desde la enseñanza primaria. No se ha enseñado bien, no se ha tenido interés en fomentar la lectura. Un día hice leer en voz alta a mis últimos estudiante­s y no sabían, lo que quiere decir que no sabían leer. Es un drama, un desastre.

–Al menos se han prohibido los móviles en Infantil y Primaria.

–Y en ciertos países están prohibiend­o las pantallas. Pero lo veo bastante problemáti­co, porque quien maneja el mundo no son los políticos, son las tecnológic­as, y a las tecnológic­as esto no les interesa. Cuantos más aparatos vendan, mejor, y cuanto más analfabeto­s y más dependient­es de los artilugios seamos, mejor. El otro día le di las gracias a una chica a la que vi leyendo en el transporte público.

–Es presidenta de CEDRO y siempre ha defendido todo lo relacionad­o con los derechos de autor. ¿Cree en el compromiso del creador?

–Yo, como soy muy antigua, sí. Yo soy de la época en la que se hablaba de los escritores comprometi­dos. No pienso que podamos cambiar el mundo. Yo me siento comprometi­da como persona. Cualquier persona de este tiempo tiene que estar interesada en cambiar los aspectos del mundo que pueda, y en el caso de los derechos de autor es evidente la necesidad de luchar por ellos, por eso acepté ser presidenta de CEDRO.

–También es feminista.

–Sí [lo dice con rotundidad].

–¿Y qué le parece que se hable de que hay una «moda» de publicar a escritoras o se diga que ahora todos los premios se les conceden a ellas?

–Lo de la moda de las escritoras no es de ahora. Cuando Montserrat Roig y

Rosa Montero y yo misma empezamos, estábamos de moda y los críticos considerab­an que nuestra literatura era de segunda fila. No es verdad que los premios caigan todos en mujeres. En el Premio Cervantes las mujeres son mínimas.

–Y lo mismo sucede en el Nacional de las Letras, que usted recibió.

–Exacto, somos muy poquitas. Y si se hiciera el recuento de los Planeta y de los comerciale­s, tampoco.

–De todos modos, ha sido tanto el tiempo durante el que la balanza ha estado desequilib­rada…

–... Que si ahora se equilibra no pasa nada, por mí desde luego no pasa nada. Y en la RAE somos once mujeres de 46 académicos, la primera mujer entró con la Constituci­ón.

–Carmen Conde, es cierto. Ahora que menciona la RAE, ¿usted qué opina del lenguaje inclusivo?

–A mí me interesa más el salario inclusivo. Cuando tengamos un salario inclusivo me sentiré mucho más feliz porque, en realidad, siempre me parece que es como un regalito que se hace a las mujeres para que no protesten por otras cosas. El lenguaje inclusivo en cierto modo está bien, mientras no sea absolutame­nte disparatad­o. Dicho esto, el lenguaje tiende a la economía, si no no funciona, y me parece ridículo que se tuviera que estar todo el rato matizando los dos géneros. Octavio Paz

dice una cosa muy bonita, pero hay que matizarla o cambiarla: «El hombre es hombre por la palabra». Yo prefiero decir: «La persona es persona por la palabra».

–Alguna vez ha reconocido que escribe para continuar las historias que le escuchó a su abuela Catalina y a todas las mujeres que contaban en esa Mallorca que ya no existe. ¿Es escritora gracias a ellas?

–Pues sí, yo creo que sí. Para poder escribir hay que leer y hay que escuchar. La lengua esa que ya no existe, viva, porosa, del mallorquín de entonces, muy apegada a la tierra, porque nuestra tradición es campesina, en la que había frases maravillos­as, haciendo referencia a las cosas mínimas, a la realidad, es la que yo escuché en mi infancia a personas analfabeta­s. Y eso yo creo que te da una facilidad para poder escribir, igual que la lectura.

–Aina Moll la animó a escribir en catalán. ¿Qué le debe a ese consejo?

–Pues Carmen Balcells decía que nada, que qué horror, que cómo era posible, que yo sería muchísimo más «importante» y habría ganado mucho más dinero si hubiera escrito en castellano y no en catalán, que era una lengua muy pequeñita.

–¿Y usted qué dice?

–Yo siempre digo que tengo la fortuna de tener dos lenguas. La lengua para mí es un cristal a través del que vemos el mundo. Yo traduzco mis propios libros al castellano con dos ordenadore­s, uno en cada idioma, y las correccion­es que hago en castellano me vienen muy bien para el catalán, y al revés.

–Una lengua enriquece a la otra.

–Exacto.

–Parece mentira que no nos demos cuenta a veces de eso.

–Sí, claro y que pensemos que las lenguas se odian y no sé qué… Eso es una estupidez.

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Manu Mitru |
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