ABC - Cultural

Elogio de lo «revertiano»

- JUAN GÓMEZ-JURADO

Tenía 13 años y un carnet de la biblioteca que echaba humo cuando conocí a PérezRever­te. El libro era «La tabla de Flandes», y me marcó para siempre. Hubo tres lecturas aquel verano que lo hicieron: Tolkien, que nunca me ha decepciona­do. Follett, que acabó haciéndolo. Y un jovencísim­o Pérez-Reverte, al que ya desde entonces quise parecerme. No era aún un escritor con adjetivo propio. «Revertiano» no significab­a nada todavía, y sin embargo su germen ya estaba en El húsar, despuntó en El maestro de esgrima y explotó en El club Dumas. Un personaje sabio, un filósofo de barrio, un hijoputa profesiona­l, un hombre que vive y deja vivir, mientras le dejen. Y que, cuando no le dejen, aprestará la ropera, o la pistola, o el mosquete. Pondrá media cara de ya la hemos liado y otra media de «esto va a doler», y saltará hacia adelante, hacia el callejón oscuro repleto de enemigos. Ni reyes ni dictadores le mandan, solo se deja dirigir por ellos mientras le convenga y no decida, sin otro código moral en la mano que el suyo propio, que hasta aquí hemos llegado. Falcó, cuyas aventuras alcanzan con «Sabotaje» corpus de trilogía, es el paradigma de lo «revertiano». Las agallas de Alatriste, las contradicc­iones del padre Lorenzo Quart, nuestros sueños embutidos en su piel. Si leer es vivir otras vidas, colarse en el traje de todos los hombres que nunca seremos, el de Falcó es traje de buen paño, con olor a colonia cara y cuchilla de afeitar en el sombrero, que les recomiendo vestir tantas veces como su autor nos haga el favor de prestárnos­lo.

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Pérez-Reverte en su casa de Madrid ÓSCAR DEL POZO

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