LUIS BUÑUEL, UNA SEMIBIOGRAFÍA SURREALISTA
Se reeditan las memorias orales del genial cineasta, escritas con la colaboración del francés Jean-Claude Carrière
De los dieciocho guionistas con los que trabajó a lo largo de su vida, con quien más se identificó Luis Buñuel (Calanda, 1900; Ciudad de México, 1983) fue Jean-Claude Carrière. En una relación que les unió durante veinte años, escribieron seis películas y despacharon juntos, mano a mano, unas dos mil comidas. Maestro y discípulo, puntas de lanza del movimiento surrealista, Carrière condensó sus interminables conversaciones con el director en una antitética e inapelable definición: «Español e internacional, burgués y subversivo, anarquista y ordenado, brutal y tierno, simple en apariencia y complejo en deseos, artista y enemigo del arte, surrealista, es decir, concediendo a lala imaimaginación un papel privilegia-vilegiado, pero trabajando a la vez con guiones elaborados, minuciosos. En el plató, un cineasta clásico. Contradictorio y simple».
Español e internacional porque Buñuel na-ció en un pequeño pue-blo de Aragón, Calanda,a, donde «la Edad Media see prolongó hasta la Prime-era Guerra Mundial», e in-nternacional porque en Pa-arís descubrió el surrealis-ismo, allí se refugió durantente la Guerra Civil, y en EE.UU. se recompuso antes de su aventura mexicana. En Mé-México rodó veinte de sus treinta y dos películas. Hijo de uno de los hombres más ricos de Zaragoza, era a la vez burgués y subversivo. «Los surrealistas luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. […] El verdadero objetivo era hacer estallar la sociedad, cambiar la vida. La mayoría de aquellos revolucionarios eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Este era mi caso», dice en Mi último suspiro, sus memorias habladas.
Publicados originalmente en 1982, Taurus ha tenido el buen tino de reeditar los recuerdos que el primer director español en ganar un Oscar le confió a Carrière. El escritor francés pone en orden la verborrea «buñuelista» en un libro que tiene todo lo bueno de las biografías orales: esa frescura y ligereza que la primerísima persona rara vez alcanza por un exceso de vanidad, y también una falta de rigor que queda compensada por el encanto de las anécdotas que co- leccionó. En esta semibiografía hay «relatos inesperados» y «algún que otro falso recuerdo». Esto no tiene mayor importancia, advierte: «El retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras».
Buñuel era español e internacional, decíamos, burgués y subversivo. Era anarquista y ordenado: simpatizó con el terrorismo, siempre que su objetivo fuera destruir « toda la especie humana», pero reconoció que los surrealistas en realidad solo fueron «un grupito de intelectuales insolentes que peroraban en un café y publicaban una revista». Era brutal y tierno: cuando se estrenó Un perro andaluz, su ópera prima, guardó en el bolsillo unas piedras para tirárselas al público si la película fracasaba. Luego vendrían La edad de oro, Viridiana, Tristana, El discreto encanto de la burguesía…
Escribió Un perro andaluz junto con Dalí en «una semana de identificación completa», con la premisa de «no aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una expli- cación racional, psicológica o cultural». La aparición de Gala en la vida del pintor ampurdanés lo cambió todo: «Cuando pienso en él, pese a todos los recuerdos de nuestra juventud, pese a la admiración que todavía hoy me inspira una parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad».
Amigo de Lorca
A Lorca, su otro amigo íntimo de la Residencia de Estudiantes, adonde se trasladó en 1917 por siete pesetas al día, sí lo recuerda con ternura: «Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar a alguien semejante. Era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama». Simple en apariencia y complejo en deseos, volcaba sus sueños en sus películas, que han sido analizadas por psiquiatras de todo tipo: « Se lo agradezco, pero nunca c leo sus obras». Era artista t –un aragonés tosco que descubrió d un mundo nuevo graciasgr a Lorca– y era enemigo del arte: no tenía inconvenie niente en quemar los negativo vos de sus películas. Era surre rrealista –«Lo que me queda es, ante todo, el libre acceso a las pprofundidades del ser, recono conocido y deseado, este llamamiento a lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo profundo»– y era minucioso. Un guion no debía dejar ni un instante en reposo la atención de los espectadores: «Se puede discutir el contenido de una película, su estética (si la tiene), su estilo, su tendencia moral. Pero nunca debe aburrir». Era un cineasta clásico: «Nunca me ha gustado la belleza cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve». Buñuel, contradictorio y simple, firma en Mi último suspiro unas memorias a medio camino entre lo racional y lo onírico. Unas memorias típicamente surrealistas.
CARRIÈRE, AMIGO Y COLABORADOR DEL DIRECTOR, PONE EN ORDEN LA VERBORREA «BUÑUELISTA»
«SE PUEDE DISCUTIR EL CONTENIDO DE UNA PELÍCULA, SU ESTÉTICA, SU ESTILO, PERO NUNCA DEBE DEB ABURRIR»