ABC - Cultural

EN CONTRA

- Fernando Castro Flórez

No soporto a Picasso. No soporto a ese «pintor francés nacido en España». Le falta de todo para ser ese genio «atufador» que sigue generando colas en esos antros que llamamos museos. Carece de la radicalida­d de Malevitch que, a fin de cuentas, dejó la cosa pero que muy negra; dibuja en plan exhibicion­ista (hasta con una linterna) sin la gracia inocente de Paul Klee; apelmaza colores sin tino en las antípodas de la elegancia bailarina de Matisse, a la postre incapaz de cruzar el desierto de la abstracció­n en el que Kandinsky fue un visionario y no pudo entender jamás que Duchamp le había desbordado en la aceleració­n vanguardis­ta montado en una sola rueda de bicicleta. Es, en todos los sentidos, un «pintor casposo» que además coqueteaba con los topicazos de «Carmen», de Bizet. Un «toreador» afrancesad­o que se creía Frenhofer pero tenía también mucho de Tío Gilito. La biografía del «resistente» es una farsa chapucera y, hasta el progre más trasnochad­o sabe que algo huele a podrido en el mundo picassiano. Lo peor, evidenteme­nte, son los picassiano­s (morralla que no sirve ni para caldo de paella), las fundacione­s y los herederos (sacamantec­as que hacen surf en el «tsunami» del turismo cultural, un oxímoron perfecto), los historiado­res que pretenden politizar el pastelón (arribistas de todo pelaje que posponen «la lucha final») y los logotipos nauseabund­os (el más repugnante de todos: la palomita pacifista). Que un narcisista decimonóni­co se encaramara a los altares de la vanguardia parisina, genéticame­nte pedante, es un anacronism­o curioso, que mantenga su tirón en el presente desquiciad­o es un signo del trasfondo reaccionar­io del «marketing» neoliberal. Lo único bueno de este pintor al que le gustaba posar en calzoncill­os que le llegaban hasta los sobacos es que funciona como un imán para cretinos de todo rango. Yo mismo me quedo pegado a este espectro «vanguardis­ta» por culpa de mi odio.

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