EN CONTRA
No soporto a Picasso. No soporto a ese «pintor francés nacido en España». Le falta de todo para ser ese genio «atufador» que sigue generando colas en esos antros que llamamos museos. Carece de la radicalidad de Malevitch que, a fin de cuentas, dejó la cosa pero que muy negra; dibuja en plan exhibicionista (hasta con una linterna) sin la gracia inocente de Paul Klee; apelmaza colores sin tino en las antípodas de la elegancia bailarina de Matisse, a la postre incapaz de cruzar el desierto de la abstracción en el que Kandinsky fue un visionario y no pudo entender jamás que Duchamp le había desbordado en la aceleración vanguardista montado en una sola rueda de bicicleta. Es, en todos los sentidos, un «pintor casposo» que además coqueteaba con los topicazos de «Carmen», de Bizet. Un «toreador» afrancesado que se creía Frenhofer pero tenía también mucho de Tío Gilito. La biografía del «resistente» es una farsa chapucera y, hasta el progre más trasnochado sabe que algo huele a podrido en el mundo picassiano. Lo peor, evidentemente, son los picassianos (morralla que no sirve ni para caldo de paella), las fundaciones y los herederos (sacamantecas que hacen surf en el «tsunami» del turismo cultural, un oxímoron perfecto), los historiadores que pretenden politizar el pastelón (arribistas de todo pelaje que posponen «la lucha final») y los logotipos nauseabundos (el más repugnante de todos: la palomita pacifista). Que un narcisista decimonónico se encaramara a los altares de la vanguardia parisina, genéticamente pedante, es un anacronismo curioso, que mantenga su tirón en el presente desquiciado es un signo del trasfondo reaccionario del «marketing» neoliberal. Lo único bueno de este pintor al que le gustaba posar en calzoncillos que le llegaban hasta los sobacos es que funciona como un imán para cretinos de todo rango. Yo mismo me quedo pegado a este espectro «vanguardista» por culpa de mi odio.