No sin mi ballena
hab no rehúye a Moby Dick porque sabe que su vida y sus esfuerzos le pertenecen. Moby Dick es el monstruo, la muerte y el dolor; pero el capitán ballenero ha alcanzado una conciencia que le destina a perseguirla a toda costa y le prohíbe esconderse de sus coletazos, trasunto salvaje de su propia oscuridad.
Hay una ballena que nos acompaña en nuestro camino por el mundo, aunque nunca nos echemos a la mar. Una ballena que sabe nuestro nombre y que lo pronunciará un día con voz perentoria e inapelable. Con ella debemos medirnos en cada momento de vida, de calma, de aparente satisfacción. Lo cuenta Ismael, que ha visto cara a cara a la bestia blanca de Ahab, y por eso evoca la imagen de la estacha inmóvil entre los remeros antes de trabar combate con el cetáceo. «Todos los hombres vienen envueltos en estachas de ballena», advier
Ate, «todos nacen con la cuerda al cuello, pero sólo al ser arrebatados en el rápido y súbito remolino de la muerte se dan cuenta de los peligros de la vida, callados, sutiles y omnipresentes». El hombre consciente, razona Ismael, no siente más miedo con el arpón a mano en el bote a merced de las olas que asiendo el atizador ante el fuego del hogar. Ahab está loco, pero no porque desfigure la realidad, sino porque ha aceptado llevarla entera y siempre consigo. Por eso Melville nos invita en su relato a desdramatizarlo todo como único remedio. De ahí el chiste final del náufrago que sobrevive abrazándose a un ataúd. O la invitación del capítulo 49 –siete veces siete– a tomarse el universo como una enorme broma a costa de uno, esa «filosofía genial del desesperado» que resulta indispensable para poder vivir con una ballena dentro.