ABC - Cultural

LONDRES, «NOS VOLVEREMOS A ENCONTRAR»

El director del Cervantes en la capital británica, y gran anglófilo, recorre la metrópoli vacía con sus fantasmas culturales eternos vagando entre el vacío de su mano

- IGNACIO PEYRÓ

unto a las campanadas del Big Ben o los pitidos de la señal de Greenwich, la voz de Vera Lynn iba a ser –allá a comienzos de los años cuarenta– una de las músicas sagradas de la libertad. También fue la banda sonora emocional de tantos jóvenes reclutas que endulzaban su marcha con la letra de «Nos volveremos a encontrar» o, ya en el frente, evocaban la patria lejana con la mezcla de épica y dulzura de «Siempre habrá una Inglaterra». Los más cínicos dirán que, en efecto, la comunicaci­ón política no es invento de hoy. Pero hay más que eso. Al celebrar hace unos días el 103 cumpleaños de la cantante, la propia Lynn ha pedido al país unirse en el mismo espíritu de «generosida­d y sacrificio» con que asombró al mundo en tiempos de la Guerra. Es el mito de 1940, actualizad­o frente a un enemigo ante el que la única valentía es la huida. Y tal vez la voz de Vera Lynn no tenga la fuerza de entonces, pero –siquiera porque es una de las pocas personalid­ades que puede considerar una joven a la reina Isabel– posee una autoridad sin discusión.

No han faltado estos días corros que, ante la última pinta en el pub, han dado en corear el «We’ll meet again» como un conjuro con el que emplazarno­s hasta después del aislamient­o. Era un tributo, sin duda, a ese sentimenta­lismo británico que encuentra ocasional aliviadero en la ñoñería de los tarjetones o en las placas que, en los bancos de los parques, honran a los finados. Pero también es un reconocimi­ento a la gravedad de la hora actual, como mostró que la propia Reina lo citase. Nos asusta ver el miedo como un ave negra que cruza por la mirada de los otros. De los nuestros.

Porque a todos se nos ha dado, como mínimo, un simulacro de la pérdida. Y en Londres, esa «fiesta continua», este «decantado recinto de la libertad» que vio nuestro abate Ponz, ha sido llamativo el apagamient­o gradual de la ciudad: distanciam­iento social, teletrabaj­o y –en última instancia– cierre. Quizá por libres, los británicos son disciplina­dos. Y ahí estamos, en la ciudad vacía, de belleza alucinada. Flores y periódicos se amontonan a la puerta de restaurant­es y de clubs, sin que nadie los recoja. Nuestra Venus del Espejo sigue posando en la National Gallery sin que nadie mire su desnudo. En

Jlas plazas ajardinada­s, las squares londinense­s que Morand vio «poéticamen­te dormidas bajo la lluvia», las autoridade­s barajan ya instalar las morgues. En un mes, hemos pasado de leer Homo Deus en el metro a ver nuestra soberbia arrodillad­a ante un microbio.

Silencios graves

Si no hay silencio más dulce que el de un club, a decir de Karel Capek, no hay silencio más grave que el de un pub cerrado. Y por algo será que los pubs han seguido abiertos a despecho de las ligas antialcohó­licas de tiempos victoriano­s, de los impuestos de tiempos de Lloyd George o de las restriccio­nes horarias en tiempos de la Gran Guerra. En los años cuarenta, de hecho, los pubs se empeñaron en abrir, en el entendido de que, con su cierre, los británicos serían menos capaces de resistir al totalitari­smo: eran bares, sí, pero eran también, como escribió Prévost, «viejos pilares de la libertad inglesa». Y hoy duele pensar que, al cerrar los pubs, el virus ha conseguido lo que ni Hitler consiguió.

Que nadie menospreci­e su importanci­a: en establecim­ientos como estos se gestaron el Banco de Inglaterra, el Lloyd, las bolsas y lonjas del país. Pero son, ante todo, «el corazón de Inglaterra», y fue el más londinense de todos los londinense­s, Samuel Pepys, quien así los definió. Él, que no era hombre que dejase escapar una cerveza, nos ofrece «el lado humano, pecador, sentimenta­l y vividor de Inglaterra». Y con su Diario, se convierte en el cronista del Londres del XVII y la compañía de mayor consuelo para quienes estamos confinados y afligidos. Él, como nosotros, vivió una epidemia. Y él –como haremos nosotros– la sobrevivió.

Melancolía

En 1665 como en 2020, parece que todos hubiéramos seguido los mismos pasos de Pepys, que vio llegar la peste bubónica de Ámsterdam igual que nosotros trazamos, «con grandes aprensione­s de melancolía», el avance del coronaviru­s desde Wuhan. Ya el 30 de abril de 1664 se escama Pepys de los «miedos en la City», y refiere que hay «dos o tres casas cerradas» por cuarentena. El 24 de mayo del

DUELE PENSAR QUE, AL CERRAR LOS «PUBS», EL VIRUS HA CONSEGUIDO LO QUE NI HITLER LOGRÓ

año siguiente, «con la peste creciendo», advierte que, sobre remedios para la enfermedad, «unos dicen una cosa, otros otra», como hoy. El 10 de junio, hombre prudente, Pepys piensa ya «cómo poner mi patrimonio en orden, si es el caso de que Dios me llama». Es imposible leerlo sin sentir, unas veces, el corazón en un puño y sin sentir, en otras, las aguas cruzadas del tedio y la desesperan­za. A finales de agosto de 1665, exhausto, escribe que «si esta peste sigue con nosotros un año más, solo el Señor sabe qué va a ser de nosotros».

Pero si Dios aprieta, no ahoga, y finalmente, en enero de 1666, Pepys, «en casa del Duque», recibe «con gran alegría, una buena noticia»: «el descenso de la enfermedad». Y al poco relata que su mujer se va «a ver a su madre y a su padre, a quienes no ha visto desde el inicio de la plaga». Imaginamos esa escena, el reencuentr­o feliz, como una estampa de la Inglaterra alegre, de esa Merry England que va de Shakespear­e hasta Chesterton. Y se hace difícil leerla y no pensar que eso mismo es lo que queremos tantos, los de aquel Londres y los de este, los que están dentro y los que estamos fuera de España: simplement­e, ver a los nuestros, abrazarlos. Y de Pepys a Vera Lynn, nos juramos para mantener la esperanza y cumplir la promesa. Nos volveremos a encontrar.

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La metrópoli vacía con el Parlamento y el Big Ben en plena restauraci­ón al fondo
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EN TIEMPOS DE PEPYS. Londres vivió una gran plaga en el verano de 1655 de la que salió en enero del año siguiente, como relata Samuel Pepys. Arriba, un grabado de la época
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