ABC - Cultural

Las ahistorias

En vez de saciar deseos nos conducen a lugares odiosos

- ANDRÉS IBÁÑEZ

as historias antiguas, dice Borges, eran todas felices: Ulises regresaba a Ítaca, los argonautas encontraba­n el vellocino. El modernismo inventó otra cosa: las anti-historias, historias en las que no pasaba nada. Pero lo de ahora es más extraño, y no deberíamos confundir las ahistorias que florecen por doquier con las anti-historias del modernismo, ni tampoco con las historias falsas o las historias autoconsci­entes del posmoderni­smo. Porque las ahistorias de hoy en día tienen, externamen­te, la apariencia de historias, y si no llegan a ser verdaderas historias no es (creo yo) por un propósito estético o por un deseo de transgresi­ón o de juego sino por otra cosa. Es como si algo hubiera muerto en nuestro interior, como si nuestra alma estuviera aquejada de una enfermedad de desilusión y de tristeza. Señalaré tres tipos de ahistorias, que el lector reconocerá inmediatam­ente. La primera cuenta, con todo detalle, algo que ninguno de nosotros desearía vivir jamás. En vez de saciar nuestros deseos secretos, que es lo que hacen las historias, estas ahistorias nos llevan a los lugares y situacione­s que nos resultan más odiosas e insoportab­les. Una variación clásica es la que trata de un personaje que está enfermo, muy enfermo, y se va a morir, y se muere. ¿Qué sentido tiene una historia así?

La segunda variedad es aquella historia en la que todo sale mal desde el principio. Las dificultad­es son, desde los cuentos populares, lo que anima y da sentido las historias. En las ahistorias son lo que destruye toda posibilida­d de historia. Por ejemplo, se envía una nave espacial a Marte para cumplir una misión, pero se estropea al aterrizar, el capitán muere, el vehículo que tienen para moverse por Marte se estropea. Etc. ¿Qué sentido tiene una historia así?

La tercera variedad es aquella historia que cuenta un «caso real». La historia carece de las simetrías, los acontecimi­entos simbólicos, las sorpresas, las casualidad­es y las demás maravillas que llenan las verdaderas historias. ¿Qué sentido tiene contar ahistorias así?

LEs como si nuestra alma estuviera aquejada de una enfermedad de desilusión y de tristeza

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