EL DESIERTO COMO LABERINTO
La novela, de Alan Le May, y luego la película, «Centauros del desierto», de John Ford, nos remiten a una época donde la literatura y el cine aún creían en la épica
Dirección: John Ford. Intérpretes: John Wayne, Jeffrey Hunter, Nathalie Wood. EE.UU., 1956. 119 minutos «Un indio persigue algo hasta que piensa que ya lo ha perseguido lo suficiente. Luego lo deja estar. Y lo mismo ocurre cuando huye. Después de un tiempo piensa que debe desistir, y comienza a aflojar. Por lo visto, no concibe que exista una criatura que persista en una persecución hasta el final», le advierte Amos Edwards al joven Mart Pauley cuando apenas han comenzado una búsqueda que les llevará años, por el desierto –Borges recordó que no hay mayor laberinto que un desierto–, las inmensas praderas texanas, montañas, aldeas... un mapa de lo que era la frontera, la Comanchería, ese territorio que abarcaba Texas, Nuevo México, comanches y kiowas en su esplendor, 1860-1870. En una de sus incursiones, los comanches «nawyecky» llegan al rancho de la familia Henry Edwards, lo sembrarán de mutilaciones y muerte, y el secuestro de la pequeña Debbie refugiada lejos de la casa, junto a la tumba de la abuela.
DOS OBRAS MAESTRAS. Amos, hermano de Henry, y Mart Pauley, hijo adoptivo de los Edwards, ausentes ambos durante la barbarie, emprenderán un viaje hacia el infierno en busca de Debbie. The Seachers (1954), aquí conocida con el sugestivo título de Centauros del desierto, de Alan Le May (1899-1964) es, como señala Alfredo Lara en la presentación, documentada y precisa, no sólo «un impecable wéstern realista de aventuras», sino la «excelente captación y recreación de un momento histórico concreto». Una de las grandes novelas americanas, más allá del género. Dos «Centauros del desierto». Alan Le May (en la imagen). Valdemar, 2013. 367 páginas. 23 euros
años después de su publicación, John Ford llevó a cabo una formidable adaptación cinematográfica. Así, resultó que no había una novela y su versión para el cine, sino que uno se encontraba con dos obras maestras, bien diferenciadas y, sin embargo, con el mismo fondo. Es cierto que la novela es una visión dura, áspera, desengañada, derrotada y profundamente melancólica, mientras que Ford le introdujo, con la sabiduría y la genialidad habituales, las correspondientes notas de humor, tenue romanticismo, profundo sentimiento y sutil compasión hacia los personajes.
Recordaba Víctor Erice, para el caso de Frankenstein, cómo varias generaciones vieron primero la película y después leyeron el libro. Algo así pasó, al menos por estos pagos. La edición, espléndida, de Valdemar permitió un gran descubrimiento. El crudo realismo, el equilibrio en la composición de los diversos episodios, un final alejado del de Ford..., hacen que el lector descubra una dimensión nueva en la vieja historia de «la cautiva».
ETERNO JOHN WAYNE. Porque las palabras de Amos reproducidas al principio señalan la intención de Le May. Algunos pasajes coinciden, en su mayoría, pero hay uno en el que Ford destapa su anhelo de clasicismo, de entronque con la gran tradición cultural de Occidente: el momento, sublime, en que Ethan al encontrarse con Debbie, dispuesto a terminar con ella, pues considera, en su desprecio inmenso a los indios, que está marcada por su convivencia con el jefe Cicatriz, la eleva hacia el cielo. Se oye entonces lejana la voz de Mart, rogándole que no lo haga, y, de repente, abraza a su sobrina y la protege de sí mismo. Godard veía en esa escena, recordaban Jordi Balló y Xavier Pérez en La semilla inmortal, «el reconocimiento entre Telémaco y Ulises, en la parte final de la Odisea». Infinita belleza visual, intensidad emocional hasta el delirio, ese Ulises que es Amos/Ethan no pudo lograr una representación mayor que la de un eterno John Wayne en uno de los papeles que consagran a un actor y, con él, a una época en la que la literatura y el cine aún creían en la épica.
FORD DESTAPA SU ANHELO DE CLASICISMO Y ENTRONCA CON LA GRAN TRADICIÓN CULTURAL DE OCCIDENTE