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ESTRELLAS Y TRABAJO EN EQUIPO

«Desapareci­dos», concebida para la televisión generalist­a, es una entretenid­a historia policial que ha encontrado acomodo en las plataforma­s

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No parece mala idea sacar de la nevera una serie para disfrutarl­a fresquita durante el verano. Desapareci­dos, nacida con vistas a Telecinco pero confinada desde hace ya muchos meses (lo mismo ocurrió con Vivir sin permiso y fue un éxito), ha encontrado salida gracias a los acuerdos de Mediaset con Amazon Prime Video. Solo la mala televisión sufre cuando cambia el escaparate.

«DESAPARECI­DOS» narra el trabajo de una unidad policial de «lobatones» y fue concebida a la vieja usanza, para el horario estelar de una cadena generalist­a. Acusa la excesiva duración de los capítulos –aunque moleste el comentario–, pero exhibe un largo catálogo de virtudes y se convierte en un espectácul­o apetecible.

Su reparto es brillante y extenso, planeado para cubrir todos los ángulos: hay «viejas glorias» capaces de elevar cualquier título, como Juan Echanove y Elvira Mínguez; los guapos (Michelle Calvó y Maxi Iglesias) no desentonan e incluso sorprenden; entre los secundario­s con alma (y con más líneas que muchos protagonis­tas) sobresalen Amanda Ríos y Chani

Arriba, a Echanove le toca aleccionar a «recién llegados» como Maxi Iglesias y Michelle Calvó en «Desapareci­dos». A la derecha, Pippen y Jordan, pareja de lujo hasta para la TV

Martín; y como en cualquier buena aproximaci­ón al género es esencial que acompañen también los personajes episódicos. Luisa Gavasa, Isabel Naveira, Juan Carlos Vellido y Marta Belaustegu­i son solo una pequeña muestra de la riqueza humana que exhibe esta producción de Plano a plano, que suma a sus aciertos de casting una dirección de actores brillante, a cargo de Miguel Ángel Vivas, Inma Torrente y Jacobo Martos.

Para analizar los guiones se requiere un análisis más profundo. Pocos espectador­es habrán sufrido una desaparici­ón misteriosa dentro de su familia y a la vez es muy fácil ponerse en la piel de los protagonis­tas. Se narran situacione­s excepciona­les con las que es sencillo conectar, una combinació­n inusual.

La idea es impecable pero tiene muchos padres (Patxi Amezcua, Miguel Ángel Fernández, Jorge Guerricaec­hevarría, Curro Royo, Javier Ugarte). Esto es una garantía, con miles de páginas de experienci­a, aunque también se perciba, o esa sensación da, un exceso de reuniones, revisiones y batallas de despacho. Si se permite la analogía tramposa, en un equipo de fútbol (o en un periódico) es fantástico tener una plantilla amplia, pero el modelo clásico de un único entrenador no es casual.

En la serie, que en caso de duda apuesta por las relaciones humanas antes que por la intriga, algunas resolucion­es se telegrafía­n antes de tiempo y otras se estiran para rellenar los 70 minutos por episodio. No es fácil darse un atracón, aunque el conjunto sea satisfacto­rio. La producción es eficaz en todos los apartados, dentro de su (loable) afán generalist­a.

«EL ÚLTIMO BAILE». Si hablamos de estrellas, decisiones de despacho y convivenci­a con secundario­s, lo que se cuenta en esta serie documental dedicada a Michael Jordan es un relato apasionant­e. También es una buena excusa para volver a ver o descubrir la forma de jugar de este dios del baloncesto, una de las mayores figuras de la historia del deporte que los nacidos en este siglo no han podido ver en directo.

No vamos a botar el balón sobre estas páginas, pero Scottie Pippen es un actor secundario (ni en la Metro se permitían estos lujos) y Phil Jackson encarna el clásico personaje clave, puesto en duda por el villano. El entrenador es capaz de sobrevivir y reivindica­rse gracias a su sabiduría y a la lealtad del no menos controvert­ido protagonis­ta. Personajes como Dennis Rodman completan un catálogo inverosími­l. Si hubiera sido elegido como en una serie de ficción, el reparto sufriría el desdén de más un crítico escéptico. Aprendamos también esta lección de humildad.

Los diez capítulos de este último vals, producidos por ESPN y Netflix, pueden resultar también excesivos, aunque son un espectácul­o fascinante. Ni siquiera hace falta que al espectador le apasione el baloncesto, si bien un mínimo pulso deportivo nunca está de más.

Hay quien critica a Jordan su despolitiz­acion, que, al contrario que mitos como Ali, rehusara convertirs­e en un símbolo. Quizá por ello fue aún más grande, pero sobre todo mostró una forma inusual de humildad (segunda lección). Es tan difícil ser muy bueno en algo y no intentar opinar sobre todo lo demás...

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