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Mafalda, la mejor de mis peores amigas

La semana pasada fallecía Quino. El dibujante argentino creó a la inmortal Mafalda en 1964. La niña, que ya ha «cumplido» más de cincuenta años, sigue encandilan­do a todos los públicos con sus brillantes sentencias

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ro humano. Desde bien pequeña y hasta ahora, bien mayor, lo mío con la sopa esconde tintes psicoanalí­ticos de baja intensidad, sin diván de por medio. No se trata de que me sepa mal, de que me atragante con los fideos o cualquier otra razón de peso culinario. No. Sencillame­nte, comiendo un buen caldo me eternizo. Mientras el resto de los comensales sentados alrededor de la mesa ya ha rematado la faena, va por el postre, yo sigo metiendo la cuchara en el plato que ante mis ojos y mi paciencia parece un pozo sin fondo. Estoy pendiente de que no me abrase, de que no se derrame y me manche. El tiempo pasa y me aburro.

Menúes puchero

Cuando un día confesé este pseudo trauma –no recuerdo a quién–, mi interlocut­or me desveló que Mafalda tampoco era muy fan de los menús de puchero, aunque sus razones eran otras más acordes con esa personalid­ad de niña que lleva a cuestas el peso del mundo y sus desdichas por obra y gracia de la irresponsa­bilidad de los adultos. Tal y como lo explicó Quino en una ocasión: «La sopa es una alegoría de los regímenes militares que tuvimos que soportar, en esta parte del Cono Sur. Todo lo que hay que hacer por obligación quita la libertad y eso es muy desagradab­le».

Por supuesto, mi manía no daba para tanta enjundia, ni trasfondo político. Un buen caldo para Mafalda es sinónimo de grisura, de tristeza, de hambre, de penurias… de la dictadura, y por eso le reprocha a los políticos que «mucho hablar, mucho

prometer, pero no hacen lo verdaderam­ente importante: prohibir la sopa». Y ella sale a la calle, pancarta en mano, y grita hasta desgañitar­se reclamando sus derechos antisopa. En dos palabras, exigiendo libertad.

Que me identifica­ran con Mafalda me hizo gracia porque, hasta ese momento, la niña que creó Quino en la misma década en que nací yo, los sesenta, me parecía antipática, cursi, para hacerla callar un largo rato, para mandarla al rincón de los pesados. Con su lazo gigantón en el pelo y con la frase perfecta en el bocadillo que salía de sus labios. Una niña estampada en las tarjetas de regalo a los amigos por cada cumpleaños y con las que

El dibujante de ABC, Puebla, reinterpre­ta un día de trabajo con Mafalda y sus amigos siempre quedabas bien porque quién osaría no soltar una lágrima ante toneladas de sentencias como ésta: «¿Qué importan los años? Lo realmente importante es comprobar que a fin de cuentas la mejor edad de la vida es estar vivo». Pues sí, querida Mafalda, siempre has tenido toda la razón, pero puesto en boca de quien no levanta dos palmos del suelo chirría, sobre todo a aquellas almas de colmillo retorcido que siempre hemos huido del sentimenta­lismo facilón.

Pero una sopa me hizo amiga de la redicha Mafalda, y me fui acercando más, sin apenas un mohín en el gesto, cuando descubrí que era fan de los Beatles y del Pájaro Loco y que sus amigos Felipe, Manolito, Susanita, Miguelito y Libertad eran imperfecto­s, un cúmulo de despropósi­tos (por muy graciosos y vivarachos en el trazo que los pintara Quino) y gustos dispares, pero a los que quería a pesar de ello o, precisamen­te, por ello. Al fin y al cabo, Mafalda es una sentimenta­l capaz de perdonar al capitalist­a Manolito, que aborrece a los melenudos de Liverpool, «esos genios que podían interpreta­r tan bien lo que sentí la primera vez que vi a mi mamá con un plato de sopa» (Mafalda dixit), y eso que, como le reprocha el colega, ella no tiene ni idea de inglés y se entera de la misa la media.

Pájaro Loco

Lo del Pájaro Loco resulta aún más raro, pero hete ahí que en una tira de viñetas aparece Mafalda sentada viendo la tele y, finalizado el capítulo del famoso dibujo animado, grita: «¡Pero cómo es posible que no le hayan dado todavía el Oscar al Pájaro Loco!». Lo cierto es que el dibujo del pájaro carpintero que picoteaba en el tronco de los árboles con impertinen­te insistenci­a estuvo varias veces nominado para recoger la estatuilla y se quedó con el ¡ay! entre los dientes, como Mafalda frente a la televisión de su casa. Aquí no había sopa de por medio, simplement­e uno de sus expresivos gestos ante las injusticia­s marca de la casa. Tomo para cerrar estas líneas esa confesión de la propia Mafalda a su amiga del alma, la frívola y convencion­al cazamarido­s Susanita: «Más de una vez me he preguntado cómo siendo tan distintas podemos ser amigas», Mafalda dixit, y yo se lo digo a Mafalda.

ELLA SALE A LA CALLE PANCARTA EN MANO, RECLAMANDO SUS DERECHOS ANTISOPA. AL CABO, LIBERTAD

MAFALDA ES FAN DE LOS BEATLES Y UNA SENTIMENTA­L CAPAZ DE PERDONAR AL CAPITALIST­A MANOLITO

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LA FAMILIA DE QUINO
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