STANISLAW LEM, LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCIÓN
Se cumplen cien años del nacimiento del autor de «Solaris», uno de los escritores de ciencia ficción más influyentes de la Historia. Repasamos un género que ha dado obras maestras a la literatura
scribe Stanislaw Lem en su novela de referencia, Solaris (1961), que los seres humanos nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Pero que, en el fondo, no tenemos necesidad de otros mundos. «Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, el nuestro, nos basta, pero no nos gusta como es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilización superior, pero desarrollada de acuerdo con un prototipo». Lem expresa, con amarga ironía, que nos lanzamos al descubrimiento de otras civilizaciones sin haber explorado nuestros propios abismos, locuras y vergüenzas. Y no imaginamos que pueda haber algo muy distinto ahí fuera que no tiene que ver con el entrañable E.T., los marcianos psicópatas de Tim Burton o el alien que masacra a la tripulación del Nostromo. «¿Y qué haremos con esos otros mundos? Dominarlos o que ellos nos dominen: ¡no hay otra idea en nuestros patéticos cerebros!».
Probablemente Lem no sería muy partidario del Programa de Exploración de Marte de la NASA, aunque como apasionado de la ciencia sentiría un
Eíntimo asombro por las andanzas del rover Perseverance. Se cumplen cien años del nacimiento del escritor polaco, uno de los autores de ciencia ficción más influyentes y, como Ray Bradbury, del que celebramos el centenario en 2020, con aportaciones filosóficas y poéticas que elevaron el género a sus mayores cumbres literarias. Se diferencia del maestro norteamericano por su profundo pesimismo respecto al ser humano y su obsesión por el rigor científico, en especial en el campo cibernético. Un argumento recurrente en su obra es la comunicación con otras formas de vida (o, para ser más exactos, la incapacidad para comunicarse; este asunto fue tratado de forma magistral por Denis Villeneuve en el filme La llegada). Así sucede El Invencible (1964), La voz de su amo (1968) o en Solaris, donde la supuesta inteligencia alienígena es un océano protoplasmático capaz de crear no solo extrañas y colosales arquitecturas cósmicas, sino inquietantes «visitantes» materializados a partir de los recuerdos de los protagonistas. La adaptación cinematográfica de Andrei Tarkovsky, premiada en Cannes en 1972, una cinta de culto (sobre todo para los fans de Tarkovsky), multiplicó su fama. También hay un telefilme soviético de 1968 y una película de 2002 dirigida por Steven Soderbergh, con George Clooney y Natascha McElhone. Impedimenta ha publicado sus clásicos, incluyendo la primera traducción directa del polaco de Solaris.
Utópicos mundos
Lem, nacido en Leópolis (entonces Polonia, hoy Ucrania), quiso seguir los pasos de su padre, médico, pero la Segunda Guerra Mundial cambió sus planes. Formó parte de la resistencia como soldador y mecánico y participó en algunos actos de sabotaje. Su familia, católica pero de ascendencia judía, se salvó de la cámara de gas gracias a una documentación falsa y una precipitada huida. Tras el conflicto, Stanislaw fue repatriado a Cracovia y publicó un relato por entregas, El hombre de Marte (1946), en un semanario juvenil. Los astronautas (1951) fue su primera obra en ver la luz en forma de libro. Introdujo referencias a los ideales del comunismo, aunque el régimen le acusó de «falta de conciencia de clase». La inopinada aparición de signos de vida extraterrestre y la torpeza para descifrarlos no acabó de convencer a los guardianes de las esencias.
Historia verdadera, del autor greco-sirio Luciano de Samósata (siglo II d. C.), es considerada como la primera obra de ciencia ficción, el relato más antiguo sobre un viaje al espacio. Utopía (1516), de Tomás Moro, con su descripción de una isla construida artificialmente donde sus habitantes viven en una sociedad idealizada, pacífica, igualitaria, previsora y sin propiedad privada podría ser el primer ejemplo de ficción distópica. Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, enlaza con la isla de Moro, aunque su comunidad es más turbadora: no hay guerra ni pobreza, pero tampoco diversidad cultural, filosofía ni amor, la humanidad se organiza en castas y las penas se curan consumiendo una droga llamada soma. La angustiosa 1984 (1949), de George Orwell, es la distopía totalitaria que aún nos podemos temer. Pero es a finales del siglo XIX cuando el género sube a los altares con Julio Verne y sus tres novelas visionarias: Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865) y Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), que tuvieron una enorme influencia en autores posteriores. Comparte ese protagonismo seminal H. G. Wells, autor de La máquina del tiempo (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), que describe por primera vez una invasión alienígena de la Tierra.
En el tránsito entre centurias encontramos una pléyade de autores poco conocidos, pero claves en esa cimentación. La editorial Alba acaba de publicar una pequeña joya, Pioneros de la ciencia ficción rusa (18921929), recopilación de relatos de Alekséi N. Apujtin, Porfiri P. Infántiev, Valeri Y. Briúsov, Serguéi R. Mintslov, Aleksandr A.
LA DIFICULTAD PARA COMUNICARSE CON OTRAS FORMAS DE VIDA ES CLAVE EN LA OBRA DEL AUTOR POLACO
Bogdánov, Ignati N. Potápenko y otros nombres que no dirán nada al gran público, pero cuyos argumentos excitarán su imaginación: asombrosos viajes a Marte, habitado por monstruosas pero benevolentes criaturas; crueles civilizaciones extraterrestres asentadas en el desierto africano; artilugios que permiten ver y oír lo acontecido hace siglos, o vivir dentro de una fotografía; el balance que hace un científico que descubrió la inmortalidad, mil años después… Un verdadero festín.
VERNE, H. G. WELLS, BRADBURY, CLARKE, PHILIP K. DICK, HERBERT, POHL... EL GÉNERO ESTÁ LLENO DE MAESTROS
Clásicos esenciales
Y llegaríamos a los grandes: Lovecraft y su «horror cósmico», con títulos como En las montañas de la locura (1936) o La llamada de Cthulhu (1928) –hay recientes ediciones de Minotauro con ilustraciones de François Baranger que proporcionan una experiencia aún más sobrecogedora–; Ray Bradbury, autor de Crónicas marcianas (1950), con un halo poético y humanista que lo distingue de otros, inspirador de escritores como Kim Stanley Robinson (Trilogía marciana) en el modo en que naturaleza y cultura se reformulan mutuamente; Frederik Pohl y su Pórtico (1977), donde describe una fiebre del oro intergaláctica, única novela que ha obtenido los máximos galardones del género (Hugo, Nebula, John W. Campbell y Locus); Frank Herbert y la también multipremiada Dune (1965), un viaje 10.000 años en el futuro a un imperio galáctico de estructura feudal (hubo película de David Lynch; el estreno de la versión de Villeneuve espera a que la curva pandémica toque fondo); Arthur C. Clarke y 2001: Una odisea espacial (1968), con papel estelar de una supercomputadora con look orwelliano que decide eliminar a unos astronautas porque cree que entorpecen la misión; Philip K. Dick, que se consideraba un «peón de Dios» (su apostolado del LSD igual tuvo algo que ver), a quien debemos ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), texto de partida de Blade Runner...
En la mesa de Bradbury, Clarke y compañía come Stanislaw Lem. Y, como los androides de Philip K. Dick, sus desconcertados «visitantes» de Solaris desean llenar un equipaje de recuerdos, vestirse de humanidad. Según el escritor y crítico croata Darko Suvin, las estrellas para Lem son lo que la isla de Utopía fue para Tomás Moro o Brobdingnag (el país habitado por gigantes de Los viajes de Gulliver) para Jonathan Swift: un espejo parabólico donde mirarnos. Porque después de las aventuras espaciales, de viajes a planetas donde un coloso fluido dicta un intransigente silencio, del aislamiento y la falta de comunicación, el autor polaco concluye que al ser humano lo que le hace falta es otro ser humano, no un extraterrestre.