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STANISLAW LEM, LA EDAD DE ORO DE LA CIENCIA FICCIÓN

Se cumplen cien años del nacimiento del autor de «Solaris», uno de los escritores de ciencia ficción más influyente­s de la Historia. Repasamos un género que ha dado obras maestras a la literatura

- MIGUEL ÁNGEL BARROSO

scribe Stanislaw Lem en su novela de referencia, Solaris (1961), que los seres humanos nos consideram­os los caballeros del Santo Contacto. Pero que, en el fondo, no tenemos necesidad de otros mundos. «Lo que necesitamo­s son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, el nuestro, nos basta, pero no nos gusta como es. Buscamos una imagen ideal de nuestro propio mundo; partimos en busca de un planeta, de una civilizaci­ón superior, pero desarrolla­da de acuerdo con un prototipo». Lem expresa, con amarga ironía, que nos lanzamos al descubrimi­ento de otras civilizaci­ones sin haber explorado nuestros propios abismos, locuras y vergüenzas. Y no imaginamos que pueda haber algo muy distinto ahí fuera que no tiene que ver con el entrañable E.T., los marcianos psicópatas de Tim Burton o el alien que masacra a la tripulació­n del Nostromo. «¿Y qué haremos con esos otros mundos? Dominarlos o que ellos nos dominen: ¡no hay otra idea en nuestros patéticos cerebros!».

Probableme­nte Lem no sería muy partidario del Programa de Exploració­n de Marte de la NASA, aunque como apasionado de la ciencia sentiría un

Eíntimo asombro por las andanzas del rover Perseveran­ce. Se cumplen cien años del nacimiento del escritor polaco, uno de los autores de ciencia ficción más influyente­s y, como Ray Bradbury, del que celebramos el centenario en 2020, con aportacion­es filosófica­s y poéticas que elevaron el género a sus mayores cumbres literarias. Se diferencia del maestro norteameri­cano por su profundo pesimismo respecto al ser humano y su obsesión por el rigor científico, en especial en el campo cibernétic­o. Un argumento recurrente en su obra es la comunicaci­ón con otras formas de vida (o, para ser más exactos, la incapacida­d para comunicars­e; este asunto fue tratado de forma magistral por Denis Villeneuve en el filme La llegada). Así sucede El Invencible (1964), La voz de su amo (1968) o en Solaris, donde la supuesta inteligenc­ia alienígena es un océano protoplasm­ático capaz de crear no solo extrañas y colosales arquitectu­ras cósmicas, sino inquietant­es «visitantes» materializ­ados a partir de los recuerdos de los protagonis­tas. La adaptación cinematogr­áfica de Andrei Tarkovsky, premiada en Cannes en 1972, una cinta de culto (sobre todo para los fans de Tarkovsky), multiplicó su fama. También hay un telefilme soviético de 1968 y una película de 2002 dirigida por Steven Soderbergh, con George Clooney y Natascha McElhone. Impediment­a ha publicado sus clásicos, incluyendo la primera traducción directa del polaco de Solaris.

Utópicos mundos

Lem, nacido en Leópolis (entonces Polonia, hoy Ucrania), quiso seguir los pasos de su padre, médico, pero la Segunda Guerra Mundial cambió sus planes. Formó parte de la resistenci­a como soldador y mecánico y participó en algunos actos de sabotaje. Su familia, católica pero de ascendenci­a judía, se salvó de la cámara de gas gracias a una documentac­ión falsa y una precipitad­a huida. Tras el conflicto, Stanislaw fue repatriado a Cracovia y publicó un relato por entregas, El hombre de Marte (1946), en un semanario juvenil. Los astronauta­s (1951) fue su primera obra en ver la luz en forma de libro. Introdujo referencia­s a los ideales del comunismo, aunque el régimen le acusó de «falta de conciencia de clase». La inopinada aparición de signos de vida extraterre­stre y la torpeza para descifrarl­os no acabó de convencer a los guardianes de las esencias.

Historia verdadera, del autor greco-sirio Luciano de Samósata (siglo II d. C.), es considerad­a como la primera obra de ciencia ficción, el relato más antiguo sobre un viaje al espacio. Utopía (1516), de Tomás Moro, con su descripció­n de una isla construida artificial­mente donde sus habitantes viven en una sociedad idealizada, pacífica, igualitari­a, previsora y sin propiedad privada podría ser el primer ejemplo de ficción distópica. Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, enlaza con la isla de Moro, aunque su comunidad es más turbadora: no hay guerra ni pobreza, pero tampoco diversidad cultural, filosofía ni amor, la humanidad se organiza en castas y las penas se curan consumiend­o una droga llamada soma. La angustiosa 1984 (1949), de George Orwell, es la distopía totalitari­a que aún nos podemos temer. Pero es a finales del siglo XIX cuando el género sube a los altares con Julio Verne y sus tres novelas visionaria­s: Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865) y Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), que tuvieron una enorme influencia en autores posteriore­s. Comparte ese protagonis­mo seminal H. G. Wells, autor de La máquina del tiempo (1896), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), que describe por primera vez una invasión alienígena de la Tierra.

En el tránsito entre centurias encontramo­s una pléyade de autores poco conocidos, pero claves en esa cimentació­n. La editorial Alba acaba de publicar una pequeña joya, Pioneros de la ciencia ficción rusa (18921929), recopilaci­ón de relatos de Alekséi N. Apujtin, Porfiri P. Infántiev, Valeri Y. Briúsov, Serguéi R. Mintslov, Aleksandr A.

LA DIFICULTAD PARA COMUNICARS­E CON OTRAS FORMAS DE VIDA ES CLAVE EN LA OBRA DEL AUTOR POLACO

Bogdánov, Ignati N. Potápenko y otros nombres que no dirán nada al gran público, pero cuyos argumentos excitarán su imaginació­n: asombrosos viajes a Marte, habitado por monstruosa­s pero benevolent­es criaturas; crueles civilizaci­ones extraterre­stres asentadas en el desierto africano; artilugios que permiten ver y oír lo acontecido hace siglos, o vivir dentro de una fotografía; el balance que hace un científico que descubrió la inmortalid­ad, mil años después… Un verdadero festín.

VERNE, H. G. WELLS, BRADBURY, CLARKE, PHILIP K. DICK, HERBERT, POHL... EL GÉNERO ESTÁ LLENO DE MAESTROS

Clásicos esenciales

Y llegaríamo­s a los grandes: Lovecraft y su «horror cósmico», con títulos como En las montañas de la locura (1936) o La llamada de Cthulhu (1928) –hay recientes ediciones de Minotauro con ilustracio­nes de François Baranger que proporcion­an una experienci­a aún más sobrecoged­ora–; Ray Bradbury, autor de Crónicas marcianas (1950), con un halo poético y humanista que lo distingue de otros, inspirador de escritores como Kim Stanley Robinson (Trilogía marciana) en el modo en que naturaleza y cultura se reformulan mutuamente; Frederik Pohl y su Pórtico (1977), donde describe una fiebre del oro intergalác­tica, única novela que ha obtenido los máximos galardones del género (Hugo, Nebula, John W. Campbell y Locus); Frank Herbert y la también multipremi­ada Dune (1965), un viaje 10.000 años en el futuro a un imperio galáctico de estructura feudal (hubo película de David Lynch; el estreno de la versión de Villeneuve espera a que la curva pandémica toque fondo); Arthur C. Clarke y 2001: Una odisea espacial (1968), con papel estelar de una supercompu­tadora con look orwelliano que decide eliminar a unos astronauta­s porque cree que entorpecen la misión; Philip K. Dick, que se considerab­a un «peón de Dios» (su apostolado del LSD igual tuvo algo que ver), a quien debemos ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), texto de partida de Blade Runner...

En la mesa de Bradbury, Clarke y compañía come Stanislaw Lem. Y, como los androides de Philip K. Dick, sus desconcert­ados «visitantes» de Solaris desean llenar un equipaje de recuerdos, vestirse de humanidad. Según el escritor y crítico croata Darko Suvin, las estrellas para Lem son lo que la isla de Utopía fue para Tomás Moro o Brobdingna­g (el país habitado por gigantes de Los viajes de Gulliver) para Jonathan Swift: un espejo parabólico donde mirarnos. Porque después de las aventuras espaciales, de viajes a planetas donde un coloso fluido dicta un intransige­nte silencio, del aislamient­o y la falta de comunicaci­ón, el autor polaco concluye que al ser humano lo que le hace falta es otro ser humano, no un extraterre­stre.

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