ABC - Cultural

Salvar el asombro

Jorge Bustos dibuja en su primer libro de viajes un personal mapa literario al que acompaña un prólogo de Andrés Trapiello

- JUAN CLAUDIO DE RAMÓN

Viajar es ver por vez primera. O por decirlo de otro modo: combatir la gradual desaparici­ón del mundo que trae el quedarse en casa, grado cero de la atención, reposo necesario para la mente, pero fatal para los sentidos. Por eso el viaje se vive como liberación, porque dejamos por un momento de rumiar las preocupaci­ones cotidianas para desembarga­r la mirada y darnos a la pulsión escópica. En llano: al placer de mirar. Como Petrarca, que quiso subir al Monte Ventoso «llevado por el solo deseo de ver», rescatando así para el humanismo el goce proporcion­ado por los sentidos. Por eso dice bien Jorge Bustos (1982) que «nunca viajamos para evadirnos de la realidad sino más bien para recobrarla». O, repite al final de la travesía, como expediente para «salvar el asombro» de la celda del prejuicio ideológico y la uniformiza­ción global del gusto.

LA TAREA QUE SE PROPONE por tanto el joven autor madrileño en este su primer libro de viajes es delicadísi­ma y fascinante: volver a ver. Y hacerlo sin caer en los trucos más convencion­ales del género, el primero de los cuales es la tentación de exagerar el exotismo de los indígenas que salen al paso del viajero. «¿No se ven acaso entre las parisinas las mismas uñas con gel que en Fuenlabrad­a»? De ahí que el asombro se compense cada tanto con cierta dosis de desencanto, que es el acertado binomio del título. Pero sin caer tampoco en el vicio contrario, que es el esnobismo de darlo todo por visto y negarse a adivinar los contornos de una idiosincra­sia propia o la grandeza única de un monumento que el mundo cree saberse de pe a pa (pero quizá por eso lo haya dejado de mirar). Así ocurre con la visita al Mont Sant Michel, punto culminante, para mi gusto, si no del viaje, sí de la narración. Consigue eso que parecía imposible: que el lector vuelva a saber del encanto de esa –por famosa– desencanta­da abadía acuática, como si se la contasen por primera vez. O, en la primera parte del libro, que transcurre por La Mancha, sentir la emoción de ver levantarse en el horizonte de Castilla esos molinos blancos que un escritor manco atornilló a la imaginació­n universal.

Asombro y desencanto

Uno de solitario reportero del llano manchego, otro vacacional y en pareja por la Francia atlántica. Un viaje, así, entre molinos y catedrales, en compañía de Montaigne y Cervantes. Para no decir lo obvio –que Bustos y la lengua española están en trato carnal– señalaré el que creo mayor acierto del libro: situarse en esa intersecci­ón entre lo familiar y lo extraño en que la reflexión es fecunda. Solo un defecto –en sentido literal– alcanzo a ver en el volumen: la falta de un tercer viaje (¿no hizo tres salidas, Don Quijote?) que complete futuras ediciones. Un viaje que me permito sugerir sea por tierras cuyos contornos ya se insinúan en ‘Asombro y desencanto’: Italia.

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Jorge Bustos
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