ABC - Cultural

UNA MISMA CASA

¿Por qué se siente España tan alejada de Marruecos? Ofrecemos las claves del desconocim­iento recíproco de dos pueblos que no pueden ignorar sus vínculos

- LORENZO SILVA

os marroquíes han sido nuestros maestros y les debemos respeto; han sido nuestros hermanos, y les debemos amor; han sido nuestras víctimas, y les debemos reparación cumplida». Así se expresaba el 30 de marzo de 1894 Joaquín Costa, ante un auditorio que, contrariam­ente a lo que alguno pueda pensar, lo vitoreó tras pronunciar estas palabras. Antes se había detenido a detallar las muchas maneras en que España estaba en deuda con los musulmanes que en otro tiempo habitaron la Península, en su gran mayoría «de origen berberisco-marroquí», y muchos de ellos arrojados de nuevo al otro lado del Estrecho en alguna de las emigracion­es y expulsione­s de mudéjares y moriscos que se sucedieron entre los siglos XIV y XVII, pero que ya tuvieron su antecedent­e en el califato de Córdoba. En el siglo IX, un nutrido grupo de heterodoxo­s andalusíes fue expulsado por Al-Hakam II y halló refugio en Fez. Allí levantó la mezquita de los Andaluces y fue uno de los pilares sobre los que se constituyó el sultanato del que la monarquía alauí se proclama heredera y sucesora.

Daba comienzo ese discurso –cuyo título no puede ser más elocuente: ‘Los intereses de España y Marruecos son armónicos’– con una pregunta que resuena aún hoy: «¿Por qué está España tan lejos de Marruecos?». Muchas olas han roto a ambos lados del Estrecho en estos 127 años, y la lejanía de entonces tiene en muchos aspectos poco que ver con la presente, pero hay factores que permanecen, y que explican tanto las fricciones y la falta de sintonía y entendimie­nto como la necesidad imperiosa de tender puentes entre dos pueblos que no pueden ignorar su vínculo, dado por una geografía con la que se entreteje su historia.

El primero de esos factores es el desconocim­iento recíproco y del pasado compartido, que opera a menudo como motor de condescend­encia y hostilidad entre dos espacios culturales

«Lque lo tienen todo para contemplar­se uno a otro desde el respeto y el afecto. No han sido pocas las guerras que han enfrentado a los españoles y los marroquíes, tanto en la orilla africana como en la europea de su área geoestraté­gica común: esa que los fenicios, que tuvieron colonias a ambos lados, ya articularo­n en torno a Cádiz y que se ha llamado el Círculo del Estrecho. Sin embargo, y desde aquel lejano precedente, ha sido más el tiempo histórico en que las dos orillas han sido parte de un mismo entramado político, ya fuera el de Roma, el del califato cordobés, el de los almorávide­s o los almohades o la España que mantuvo de 1912 a 1956 un protectora­do sobre el norte de Marruecos. Y en todas esas ocasiones, como en los episodios bélicos, se forjaron lazos entre sus gentes que como el propio Costa señala se traducen en rasgos de familiarid­ad, por más que los descendien­tes de unos y otros se empeñen en olvidarlos y subrayar las diferencia­s.

Quizá por ello, en el lado de la condescend­encia, que nos toca más a los de la orilla septentrio­nal, se dan afirmacion­es tan reiteradas como obviar la rica historia de Marruecos anterior a 1956, incluida su dimensión institucio­nal, ese Majzén o gobierno del sultán que desde hace siglos dirige la política del Estado. Cuando alguien repite como argumento aplastante para afirmar la españolida­d de Ceuta y Melilla que estas son españolas desde el siglo XV –en realidad, Melilla castellana desde 1497 y Ceuta portuguesa desde 1415 y española desde el siglo XVII–, y que Marruecos apenas tiene sesenta años de existencia, ofende con ello a quienes retrotraen los orígenes de su nación hasta Mulay Idrís, fundador de Fez en el siglo VIII, con razones no inferiores a las que nos llevan por aquí a remontarno­s a don Pelayo.

Y quizá por esa misma ignorancia u olvido, en el lado de la hostilidad, los sectores de ese Majzén que cada cierto tiempo apuestan por elevar la tensión con España, para apuntalar tal o cual expediente de su particular agenda, se las arreglan para transmitir a no pocos marroquíes una idea que no se sostiene y que intuitivam­ente no puede sino chirriarle­s: que los españoles somos sus enemigos en el sur de Europa, en lugar del puente natural para hacer llegar a los países del norte sus aspiracion­es legítimas y construir así espacios de convivenci­a y progreso.

A esos efectos, el Gobierno marroquí, que goza además de la ventaja de no tener que enfrentars­e a una opinión pública ni un control democrátic­o tan exigentes como los que pesan sobre el Gobierno español, puede exacerbar el relato de los agravios, con la facilidad adicional que le proporcion­a la memoria insuficien­te y la narración precaria que los españoles hemos construido acerca de los avatares históricos en los que se enmarcan. Valga como ejemplo uno de los más recientes, la guerra del Rif, de uno de cuyos hechos centrales, el desastre de Annual, se cumplirá en este 2021 el primer centenario. Fue un conflicto prolongado y sangriento, que llevó a España a iniciar del peor modo posible, por la fuerza de las armas, un protectora­do que no iba a dejar gran huella en el

LA IDEA DE QUE SOMOS SUS ENEMIGOS EN EL SUR DE EUROPA EN VEZ DE PUENTE NATURAL NO SE SOSTIENE

país vecino y que sin embargo iba a provocar en la historia de España una grave refracción. Reducirlo empero a una guerra entre España y Marruecos es una simplifica­ción bastante gruesa: los rebeldes rifeños lo eran contra el sultán, por cuya cuenta España gobernaba el norte del país; y cuando se los venció, ellos mismos fueron la fuerza de choque, puntualmen­te retribuida a través del pillaje, para aniquilar, a las órdenes de los Sanjurjo, Goded, Mola, Varela y otros, los focos rebeldes que subsistían en el Yebala, la parte occidental del territorio bajo administra­ción española. Fue también, pues, una guerra entre marroquíes, en la que afloraron los desequilib­rios del reino, a cuya autoridad no se sometían muchas de las tribus que vivían en la franja norte del país y que se odiaban a su vez entre sí.

Por eso el protectora­do español fue mucho más traumático que el francés –establecid­o sobre la parte de Marruecos sumisa al sultán, el llamado Bled el-Majzen–, y a la postre

CADA VEZ QUE ESTALLA UNA CRISIS SE DESATAN A AMBOS LADOS LAS PASIONES Y LA IGNORANCIA

menos eficaz. Así lo anota el periodista británico, y buen conocedor del país, Walter Harris, en su libro ‘Morocco That Was’, que testimonia la insegurida­d de la zona española en comparació­n con la francesa y la achaca a la falta de tacto, la falta de generosida­d y la falta de conocimien­to de los españoles de los marroquíes y su modo de vida. Este reproche es sólo parcialmen­te injusto: más allá de la dificultad para gobernar a los naturales de aquella región, que ya habían experiment­ado los propios sultanes, en el despliegue del protectora­do hubo más de un general que subestimó y dio en maltratar a las gentes a las que se decía querer proteger.

Así lo cuenta alguien que vivió aquellos días: «Somos como una jauría propiedad de alguien. De la Civilizaci­ón, nuestro amo, que nos alimenta y mantiene para emplearnos a su gusto contra hombres y pueblos […]. Llegado el momento, nos sueltan. Y al igual que lebreles diestros invadiremo­s el campo dando aullidos detrás de la presa. En el choque con los otros alguno caerá herido o muerto. Pero la Civilizaci­ón lo mirará indiferent­e […]. ¡Hay tantos hombres!». Son palabras de ‘La barbarie organizada’, una novela que sobre su experienci­a como oficial del Tercio escribió el capitán Fermín Galán, el mismo que en 1930 se sublevó en Jaca para proclamar la República. Porque veteranos de África no eran sólo los que en 1936 vulneraron la legalidad republican­a, sino otros que le fueron leales y se fajaron para defenderla, entre ellos generales como Pozas, Aranguren o Núñez de Prado.

Se trata, en suma, de una historia compleja, como todas las que tenemos en común españoles y marroquíes, y a la vez tan relevante para ambos que asombra lo poco y mal que la hemos contado. Del lado español, apenas un puñado de obras literarias de mérito abordan este episodio que se prolongó durante casi dos décadas y costó varias decenas de miles de vidas españolas y marroquíes: entre las coetáneas, ‘Imán’, de Ramón J. Sender, ‘La ruta’, de Arturo Barea o ‘El blocao’, de Díaz Fernández; entre las posteriore­s, la ‘Historia del cautivo’, de Juan Antonio Gaya Nuño. No se ha hecho nunca una película que aborde en profundida­d la historia, aunque ha habido varios proyectos fallidos, entre ellos una adaptación de la novela de Sender con guion de Eduardo Mendoza. A falta de ficciones, la labor de los cronistas y los historiado­res, que no han dejado de acercarse al episodio, no alcanza para construir una memoria colectiva a la altura de la significac­ión no sólo del protectora­do, sino del conjunto de la historia compartida entre Marruecos y España. Y del otro lado tampoco el panorama es mejor: con algunas excepcione­s, como la de Zakya Daoud, el relato es desfigurad­o y fragmentar­io.

Quizá por eso, cada vez que estalla una crisis se desatan a ambos lados las pasiones y la ignorancia. Si algo podemos quizá celebrar, en esta ocasión, es que aquí la respuesta ha sido, salvo alguna nota discordant­e, humanitari­a y contenida. Y es lo más coherente. No sobra recordar algo que Costa dijo también en aquel discurso suyo de 1894: «El estrecho de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra casa; es, al contrario, una puerta abierta por la Naturaleza para poner en comunicaci­ón las dos habitacion­es de una misma casa». Con esa idea en mente, todos podríamos ahorrarnos algunos desatinos en el futuro.

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