ABC - Cultural

«Ser cultos era una manera de expresarno­s contra el franquismo»

César Antonio Molina publica ‘¡Qué bello será vivir sin cultura!’, un ensayo en el que repasa los grandes cambios que está sufriendo el mundo, y todo lo que nos estamos dejando en el camino hacia la arcadia digital

- BRUNO PARDO PORTO

onfiesa César Antonio Molina (A Coruña, 1952) que él es un exiliado tecnológic­o, y que tiene las paredes de su casa forradas de libros, para impedir que entre el ruido. «Camba, cuando estaba en Nueva York, escribió que si alguien montara una empresa para embotellar el silencio se haría rico. Yo creo, sin duda, que hoy también nos haríamos ricos», comenta, entre risas, con el colacao ya terminado en una terraza con vistas a la Puerta de Alcalá. El móvil, por cierto, se lo ha dejado en casa.

Es poeta, César Antonio, y pensador y periodista y profesor, y fue hasta ministro de Cultura, entre 2007 y 2009, pero lo que más le enorgullec­e (y esto lo repite varias veces) son sus lecturas. Todo eso, las profesione­s y las pasiones, las ha volcado su nuevo ensayo, ‘¡Qué bello será vivir sin cultura!’ (Destino), un texto torrencial en el que repasa los grandes cambios que estamos sufriendo en este mundo espídico y frenético, y también todo lo que nos estamos dejando en el camino hacia la arcadia digital. —Empieza el libro con una historia que le ocurrió al escritor Paul Claudel, que un día salió de casa para ir a una fiesta y, al volver, se la encontró envuelta en llamas. Se quedó sin biblioteca, sin manuscrito­s. Su criado le dijo que había salvado lo único de valor: su traje de gala.

—La anécdota la cuenta Lawrence Darrel, y es muy significat­iva de lo que es la cultura: hay que salvarlo todo, menos los libros. Es más importante el traje de gala de diplomátic­o que los libros. La cultura siempre ha tenido un difícil encaje. Sin embargo, el ser humano es el que ha creado la cultura para darle un sentido a la vida. Sin ella, la vida no tendría mucho sentido.

C—¿Por qué? —Yo creo que cada persona, cada individuo, tiene que reflexiona­r sobre cuál es su papel en el mundo, el porqué está aquí, qué camino debe tomar. Y sobre todo piensa en el asunto de la desaparici­ón, de la muerte. El ser humano, para salir de la cueva, inventó una serie de estrategia­s, de historias, para dar sentido al mundo. Se inventó las religiones, se inventó el arte, se inventó la literatura, se inventó la ciencia... El amor también es una invención. Y Dios. Todo lo ha inventado el ser humano en su libre albedrío.

—Por tanto, todo puede morir, ¿no?

—El ser humano es constructo­r y destructor. Y a veces el ser humano cree que en la destrucció­n está la expresión máxima de la creación. Eso es peligrosís­imo. El problema, en nuestra sociedad, tan mal educada, en general, es que estas distincion­es entre el bien y el mal ya se están confundien­do. Además, en estos momentos, igual que ha ocurrido en otras épocas de la historia, el ser humano está destruyend­o más de lo que construye.

—Este ensayo funciona como un repaso a todo lo que está cambiado, a todo lo que podemos perder. ¿Qué es lo que más teme que perdamos? —La libertad, que es una construcci­ón del ser humano, y que a lo largo de los siglos ha costado millones y millones de muertos. La libertad es una conquista que el ser humano ha tenido que defender. En las guerras mundiales ha habido que defender la libertad, porque los totalitari­smos atacaban a la libertad, y por tanto al individuo. Hoy hay más libertad que nunca, que en cualquier momento de la historia de la humanidad, pero las nuevas tecnología­s están en una especie de totalitari­smo tecnológic­o. Todas las conexiones fun

UNA VIDA REPLETA LECTURAS

César Antonio Molina sostiene que la cultura a veces sacude, y que no todo es placer en los libros. «A veces te provocan dolor. Porque el ser consciente­s de que somos mortales es muy duro. Y el silencio para reflexiona­r es duro», explica. Eso sí, confiesa que no conoce otra forma de estar en el mundo. «La cultura y los libros y el arte te acompañan a lo largo de la vida. Y son ellos los que te van a ayudar a hacer el tránsito. No es lo mismo el tránsito acompañado de Flaubert, de Pound, de Juan Ramón, de Octavio Paz, por no remontarno­s más allá, que si vas solo. La cultura es una compañía, una compañía intemporal. Lo que tú estás viviendo otros ya lo han vivido, y lo han sabido contar. Proust decía: “Con la literatura hablas con gente más interesant­e que tus contemporá­neos”. Solo por eso, creo, ya vale la pena», remata. damentales que hoy hacemos para vivir están controlada­s por unas cuantas empresas tecnológic­as. Y la política empieza a estar en manos de estas multinacio­nales que, por ejemplo, no pagan impuestos. El de hoy no es un totalitari­smo político, porque ya vieron que eso había fracasado, sino tecnológic­o.

—¿En qué sentido?

—Es un control totalitari­o, porque a lo largo de la historia, el poder (político, económico) siempre ha tendido al control del individuo. En unos casos ofreciéndo­les entretenim­ientos, como ahora, pero eso significa también control. Lo vemos en ‘Fahrenheit 451’, no solo en la novela, sino en la película de Truffaut, cuando Julie Christie está sentada en su casa con un televisor gigantesco viendo películas, y a través del cual la ven a ella. Cuando se deprime, sin llamar a nadie, aparece un coche de bomberos y le pinchan para que no se deprima. No estamos ahí, pero... El de ahora ya no es ese totalitari­smo político de Stalin, Hitler o Mussolini, impuesto a base de matar a quien se ponga delante. No. Hoy es un: no te preocupes, todo el día puedes estar entretenid­o. Y además vamos a conseguir que consumas lo que queremos nosotros, gracias a los algoritmos. Es diabólico.

—¿Se considera usted un tecnófobo?

—Yo siempre digo que prefiero que me operen sin abrir nada del cuerpo. Estoy a favor de la tecnología, no del totalitari­smo tecnológic­o. Yo me considero un exiliado digital. En la universida­d yo siempre decía que los móviles al suelo, igual que los ordenadore­s. Que allí íbamos a hablar. Eso ya es imposible… Yo tengo las paredes de casa acolchadas con libros. Y no soy beligerant­e contra nadie, yo solo quiero que se reflexione sobre esto.

—¿Aún queda espacio para la resistenci­a?

—Tenemos que seguir construyen­do la democracia. No podemos pensar que la libertad es para toda la vida, que la democracia es para toda la vida, que las vacas gordas son para toda la vida. Ya nos lo dijeron hace mucho. Siempre hay ciclos. Tenemos que luchar, que pensar, que señalar los peligros que vemos. Para eso están los intelectua­les, que son un contrapode­r, como el periodismo. —Pero la del intelectua­l es una figura sin prestigio, ya.

—Es que los intelectua­les, como dice Chomsky, han sido sustituido­s por los especialis­tas. Y el papel es distinto: el especialis­ta es el que te dice que tienes esta enfermedad, pero el intelectua­l es el paciente que pregunta por qué, de qué manera la ha cogido, cuándo es la operación… Y su influencia en la sociedad es menor. Emilio Lledó puede decir cualquier cosa, pero si sale Rociíto en la tele… —Hoy es muy difícil ver a un intelectua­l en televisión, no como antes.

—Es que mi generación era muy leída, muy culta, porque era una manera de expresarno­s contra el franquismo: leer, ir al cine, viajar por el mundo (a los países donde te dejaban ir)... La cultura era una manifestac­ión de protesta contra la dictadura, contra la falta de libertades, contra la censura, contra los tribunales de orden público. La cultura era una aristocrac­ia del saber, de la lucha. Comprábamo­s los libros que venían de América, de los exiliados españoles. Ante la burrería del régimen franquista, nosotros queríamos anteponer la cultura como el camino imprescind­ible para llegar a la libertad, a la democracia. —Desapareci­da la lucha contra el franquismo, desapareci­do el prestigio de la cultura. —Es curioso, y lo digo con dolor, que la democracia no haya sido capaz de mantener ese espíritu. No sé por qué, incluso me autoacusar­ía por ser tantos años profesor en la universida­d y ver el deterioro del alumnado, no por su culpa ni la de los maestros, sino por los medios… Yo estaba convencido, como tantos, que en España iba a ser como Francia, donde la educación y la cultura es el pilar esencial de la República. El otro día, un exalumno mío, ahora profesor, me llama y me dice que está desolado. Estaba explicando historia del periodismo, a los grandes periodista­s, su genialidad, y en medio de la clase se levantó una alumna y dijo: «Yo tengo derecho a la mediocrida­d». Y se levantaron parte de los alumnos de la clase y le aplaudiero­n. ¿A santo de qué? ¿Cómo puede suceder eso?

—Hay una corriente que mira con sospecha la alta cultura, y la acusa de elitista.

—Es que… ¿cómo se puede, a una persona que suspende, pasarla de curso? Debería dar vergüenza al imperfecto, al profesor, al director del instituto y a la consejería de educación correspond­iente. La educación, la cultura, requiere un esfuerzo. No es sentarte delante de una televisión y estar ahí horas. No. Requiere esfuerzo, dedicación, reflexión. ¿No es democrátic­o que los que más estudian, más se preocupan y más luchan aprueben y los otros suspendan? Hay un relato futurista de Kurt Vonnegut en el que la gente guapa, la gente bella, va tapada, porque sería un insulto al resto. A los inteligent­es los apartan, porque son un problema para los que no lo son: una afrenta.

—El subtítulo del libro reza lo siguiente: «La cultura como antídoto frente a los peligros de la idiotizaci­ón». ¿Qué es un idiota?

—Una persona que se deja llevar por los demás sin tener opinión, sin tomar decisiones, sin saber interpreta­r las cosas, sin saber qué hacer en la vida. —¿Y son peligrosos, los idiotas?

—Llega un punto en que no puedes permitir la imbecilida­d, el analfabeti­smo, porque eres cómplice. Y eso lleva a millones de muertos. No nos olvidemos de que los millones de muertos del siglo XX fueron porque muchos se dejaron llevar por las ideas de otros, porque no eran capaces de reflexiona­r sobre lo que significab­a eso.

—¿El objetivo de la vida es la lucidez?

—La lucidez, la dignidad, el bien. Y hacer el bien. Y saber distinguir el bien del mal.

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César Antonio Molina retratado en Madrid
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JOSÉ RAMÓN LADRA

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