Berlanga duele (pero menos que la I Guerra Mundial)
Era valenciano y aprovecha lo más creativo de aquellas tierras, que es el caos. Se revolvía en la contradicción. Su espejo convexo
«Tengo miedo. L.». Con estas palabras –escritas en blanco sobre cartel roñoso– termina la última película del último Berlanga, ‘París-Tombuctú’. Hasta en las postrimerías de su cine se revolvía la contradicción. Si alguien parecía que no tuviese miedo, escondido tras sus trajes de ‘bon-vivant’, su cara afable o sus comedias, era Berlanga. Marisol Carnero, directora de producción de varias de sus películas, cuenta en la espléndida biografía de Miguel Ángel Villena que el cineasta «cultivó una imagen de genio afable». Pero al final de su vida tenía miedo, un miedo nada genial, ni amable. Miedo a la muerte.
En una entrevista del Museo Berlanga –maravillosa institución ‘online’– el director García Sánchez, gran experto en berlangología, afirma que no se pueden entender las películas del cineasta valenciano si no eres español. Tras el miedo y la afabilidad, más contradicciones: ¿no era la pena de muerte de ‘El verdugo’ un horror universal? ¿Es fallida la explicación de la sexualidad burguesa de la Francia de los setenta mediante ‘Tamaño natural’ porque la perspectiva es española? ¿Y un sueco conseguiría reírse de pena con la nobleza decadente de ‘Las escopetas’? Todo Berlanga es un mecano de ruedas enfrentadas con un objetivo: explicarnos a otros mediante opuestos sin que, paradójicamente, nos entienda del todo nadie más que nosotros mismos. En el espejo de Berlanga –convexo para crear el efecto óptico de que nuestros genitales aumentan– el español se muestra como alguien esforzado, como alguien que trata de escapar de la carroña para, de nuevo, encontrarse que en el siguiente umbral sólo hay más y más carroña. Con tal de articular este viaje, Berlanga usa en ocasiones una figura española justa y necesaria: el comercial.
Distingamos el comercial del viajante. Aunque sea irrelevante el producto que venda cualquiera de las dos figuras, el viajante, tal y como lo plantea Arthur Miller en ‘Muerte de un viajante’, es una figura dramática que existe hundiéndose. Por contra, el comercial en Berlanga es una figura tragicómica que aguanta aferrándose al trozo de madera desde el que se cree superviviente del hundimiento. De nuevo, otra contradicción: el desgraciado se agarra a su fracaso y de ahí sale parte de nuestra carcajada nerviosa al verlo –entonces nos descubrimos nosotros, los españoles, en el espejo convexo de Berlanga–. Ese ansia por sobrevivir aparece en el Sazatornil de ‘La escopeta nacional’ y ‘Todos a la cárcel’, el Eusebio Lázaro de ‘París-Tombuctú’ o los Pedro Ruiz y Agustín González de ‘Moros y cristianos’.
También el imperio austrohúngaro, como este arquetipo español, quería sobrevivir pero desapareció a balazos. El comercial de Berlanga, es decir, el español aguanta –«el que resiste, gana», recordemos la frase terrible y muy patria de Cela– porque consigue ser cínico sobre sí mismo y reírse. O hacer que se rían de él los demás. No me imagino al emperador Francisco José, encaramado a su chaleco repleto de medallas, reírse de sí mismo: todo en él era memoria de gestas pasadas. En cambio, todo en el Sazatornil de ‘La Escopeta’ es ‘cartoon’ y descojone: todo en él es olvido de fracasos pasados.
«Berlanga es valenciano y aprovecha lo más creativo que tiene Valencia, que es el caos», concluye Manuel Vicent en el documental homenaje ‘Por la gracia de Luis’ (García Sánchez, 2009). En ese caos ordenado –como el que vertebra este texto– habita Berlanga y quizá habitemos todos los españoles. No creo que haya mejor manera de entendernos sin explicarnos que la filmografía berlanguiana. Berlanga duele, pero no tanto como esa I Guerra Mundial que acabó con el imperio austrohúngaro.