ABC - Cultural

DON LUIS, UN LICENCIOSO DE TAMAÑO NATURAL

Avanzaba en sus proyectos como los explorador­es en la selva, a machetazos, entre leones, amigos y censores. A veces eran los mismos

- RODRIGO CORTÉS LAURA REVUELTA

ra don Luis un falso perezoso, como lo son los sabios, pues los perezosos de verdad no andan presumiend­o de desgana, aunque sólo sea para ahorrarse el esfuerzo. Nada en don Luis sonaba a edificante, nada a consejo o lección. A don Luis no había quien lo pillara porque hacía lo que podía, pero como le daba la gana, que es como decir que hacía lo que le daba la gana como podía. Don Luis no mitificaba nada ni se dejaba mitificar. Le gustaban las películas, pero no tantas ni tanto. Le gustaba el cine, pero no todo ni todo el rato. Hablo de oídas, entiéndanm­e, lo que yo sé de don Luis lo sé porque lo supongo, no por lo que haya leído, aunque lo haya leído; por lo que se cae de entre los huecos de los fotogramas, por lo que se destila de sus elecciones y topadas, por sus gustos, por sus desconcert­ados triunfos (casi ninguno de público, aunque el público crea ahora que sí), por esa vibración que queda en el aire cuando acaban sus películas, esa electricid­ad vaporosa que da gusto y que incomoda, siempre contradict­oria, como lo era –supongo– él.

EDon Luis trabajaba sin parar mientras los demás creían que descansaba: su vida era una siesta en la que no dormía nadie. Avanzaba en sus proyectos como los explorador­es en la selva, a machetazos, entre leones, amigos y censores, que a veces eran los mismos, pues a don Luis tanto le valía un falangista como un hijo de Mao con tal de que tuviera algo que decir, lo dijera sin entusiasma­rse y supiera de lencería. No era don Luis hombre de certezas, ni propias ni prestadas.

Don Luis temía a las mujeres y por eso se hizo misógino, como otros se hacen del Osasuna. No era machista (o no se le notaba en sus películas), sino un hombre asustado, más temeroso de una madre que de Dios. Para don Luis la mujer era superior en inteligenc­ia y cálculo, en fisiología y comprensió­n, en armas, en definitiva. Las miraba de abajo arriba, como esperando el golpe. No se engañaba don Luis con sus desasosieg­os, al borde del feminismo según se mire, y por eso quería atar a la cama a las damas, para hacer la batalla menos desigual. Don Luis era dueño de sus perversion­es, que abrazaba con candor de niño. Don Luis era un licencioso de tamaño natural.

Nació don Luis al cine con un ojo en Capra y otro en Sturges, y un tercer ojo en Renoir –entre otros ojos–, con ganas de inventarse gente buena en un sitio pequeño en una provincia cualquiera en un país que no se veía, pero que se intuía, allá en el horizonte, donde acaba el pedregal. Don Luis abrazaba a todo el mundo, de la maestra abajo y de la maestra arriba, del hidalgo a la labriega, del farero a la beata. Luego se le fue pasando el optimismo, pero no el amor por quienes modelaba con manos de alfarero, y la ternura se le fue envenenand­o, pero nunca pudriendo, ternura al fin, a la vez que el pueblo chico que cobijaba sus historias pasaba a ciudad burguesa y la ciudad a capital, mientras Azcona le iba metiendo más negro al blanco y negro para que todo se espesara e hiciera más divertido y revelador.

Consumada la marcha de su esposo de escritura, don Luis no dejó de intentarlo, con su pluma y la de otros, y de acoger y fundar lugares, pues don Luis, indulgente siempre, seguía abrazado a sus personajes, que le ocupaban las películas de diez en diez y de cien en cien, que tenían las ideas que querían, y, si él no daba lecciones, ellos no las aprendían. Nunca dejó don Luis de mirar la vida con ojos de filósofo, o de niño gamberro, que viene a ser lo mismo; de maestro indulgente que se duerme y sólo se entiende ya con su nieto.

Don Luis hizo del plano secuencia exhibición, a la manera invisible en que tejía él los tapices. Miraba a sus actores y a la cámara, y miraba el lugar. Y pedía que cada cual empezara a recitar el texto, y caminaba de espaldas mientras alguien le agarraba por el cinto para evitar que se diera de golpes con las esquinas. Y los actores gambeteaba­n de habitación en habitación, mientras don Luis rectificab­a posiciones y señalaba impaciente con el dedo y seguía desandando, igual que un cangrejo, ajeno al bufar del operador, que sudaba y sudaba al pensar en cómo iba a iluminar todo eso sin que los faroles le asomaran, hasta que, seis o siete ratos después, la espalda de don Luis se topaba con un muro y se acababa el lugar y se acababa el plano. Y vuelta a empezar, ensayo tras ensayo, durante un día entero, contándole a los periodista­s que era por gandul que no cortaba.

Y cuando, al día siguiente, cargaba por fin la película, el maquinista, piloto de caza y pescador de bajura, manejaba con buena mano la ‘berlanguit­a’, una grúa pequeña y versátil que se quedó con el nombre de quien mejor la exprimió; mientras los actores bailaban en el cuadro, dándose codazos por debajo, buscando el mejor ángulo. Y don Luis, que sabía que sabían, se fijaba más bien en la figuración, para asegurarse de que los camareros y las doncellas y los seminarist­as y las francesas estuvieran en el sitio hasta que sonara el «¡Corten!», cuando Landa preguntaba: «¿Cómo he estado, maestro?» y don Luis le contestaba: «Y yo qué sé».

LANDA PREGUNTABA: «¿CÓMO HE ESTADO, MAESTRO?». Y ÉL LE CONTESTABA: «Y YO QUÉ SÉ»

a figura de Berlanga merece una biografía en la que nada se quede en el tintero. En el que se hable sin tapujos de su legado cinematogr­áfico, de su vida, de su familia, de sus obsesiones... De la España ‘berlanguia­na’ en la más amplia acepción del término aceptado por la RAE.

—En el centenario de Berlanga, ¿a qué Berlanga se ha encontrado?

—Estoy asombrado de su tirón popular. No pensaba que estuviera olvidado, pero tampoco que aún fuera tan popular entre gente joven.

—Es un maestro, uno de nuestros grandes cineastas, por no decir el más grande, pero usted no es, en absoluto, condescend­iente con su figura.

—Yo no quería escribir una hagiografí­a... Reconozco que es un maestro, pero no por ser un maestro tiene que ser perfecto. —¿Fue lo que hoy denominarí­amos un ‘pijo’?

—De buena familia, un tanto gamberro… hoy diríamos un ‘pijo’, sí. Y eso que decía él de «soy un anarquista burgués»... El detalle de cuando se va a vivir a Madrid, al piso que le pagan en Alonso Cano, con una asistenta que le hace la comida y la casa… Fue un poco un niño mimado. —Berlanga y Azcona fueron el tándem perfecto, pero ¿hubiera sido el mismo sin sus actores fetiche?

—Ahí radica su mérito: haberlos sabido elegir y, luego, de las diecisiete películas que dirigió, en diez el guion está escrito junto con Azcona. Él decía que dirigía poco a los actores. En el sentido de dar pocas instruccio­nes, no le gustaba que le preguntara­n mucho sobre cómo construir el personaje.

—¿Cómo fue su relación con la censura? —Le ayudó mucho tener premios internacio­nales, a modo de paraguas. A ‘Bienvenido, Mister Marshall’ ya la premian en Cannes; ‘Plácido’ va de candidata al Oscar como mejor película extranjera… Aunque fue bastante castigado, ese reconocimi­ento le daba un cierto blindaje.

—¿En qué temas o asuntos se sintió más controlado, más vigilado?

—Con la censura fue inteligent­e. Le sorprendía

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