ZAFÓN CAMINA LAS CALLES DEL SUR
Conversaciones literarias con el autor de ‘La sombra del viento’ en Buenos Aires, donde paseaba con la mirada puesta en sus enigmas indescifrables
Borges sugería que la verdadera Buenos Aires era una ciudad invisible y en cierto modo incomunicable a cualquier extranjero, apenas un sabor. Pero Carlos Ruiz Zafón caminaba sus calles y avenidas con la mirada en alto, embelesado por las cúpulas concretas de edificios antiguos, y se le antojaba que todo remitía a enigmas indescifrables y al ocasional gótico porteño. Recordaba, a cada paso, una edición popular que había comprado de niño en Barcelona: ‘Sobre héroes y tumbas’ de Ernesto Sabato, y muy especialmente aquel lóbrego ‘Informe sobre ciegos’. Ruiz Zafón buscaba ese aroma mítico, ese tenebrismo lúdico en todas las esquinas, y así es como había logrado convertir también la ciudad de Los Ángeles en una anécdota fantasmagórica: me contó que le gustaba dar un paseo y echar un vistazo a la decadente residencia donde Thomas Mann había escrito ‘Doktor Faustus’, una finca desierta, decrépita, silente y llena de espectros que queda en Pacific Palisades. El gran coleccionista de dragones –«me pondré unos gemelos temáticos en tu honor para el acto de la Feria del Libro»- nunca dejaba de ser un personaje de una novela de Ruiz Zafón.
En las vísperas de aquella ceremonia desbordante de lectores (nunca vi tantos jóvenes), cenamos juntos y me habló de cómo le temblaban las piernas rumbo a un kiosco donde vendían ‘Entertainment Weekly’; le habían advertido que allí publicaban una entusiasta reseña de Stephen King sobre ‘La sombra del viento’. En la intimidad de la sobremesa defendía a John Dos Passos –escritor infravalorado por cuestiones políticas–, y no desmentía que Eco y Pérez-Reverte habían abierto el camino del ‘thriller’ cultural. Descubrimos entonces, para nuestra mutua sorpresa, que éramos igualmente devotos de una novela desdeñada: ‘Falling Angel’ de William Hjortesberg, que Alan Parker había llevado al cine con una increíble banda musical de blues sureños y de la que el propio King había declarado: «Es como si Chandler hubiese escrito ‘El exorcista’». Fue acaso la primera gran novela negra sobrenatural, y el efecto pesquisa demoníaca que creaba fascinó tanto a Ruiz Zafón que se encargó de buscar por cielo y tierra a su ignoto autor para rendirse a sus pies. Los detectives ‘amateurs’ y los ambientes inquietantes de su propia obra le deben mucho a aquella historia de culto.
Carlos estaba lleno de anécdotas tristes sobre guionistas de Hollywood con mansiones y piscinas, que habían cobrado fortunas por reescrituras, pero que jamás habían logrado firmar una película. Y había rechazado la oferta de los directores más importantes de la industria porque no podía dejar de participar en el proceso y porque éste podía durar años, que prefería dedicar exclusivamente a su literatura. Al acabar su ciclo del ‘Cementerio de los libros olvidados’ se sentía vacío y vacilante, pero no descartaba entregarse de lleno a las nuevas peripecias de Alicia Gris, la doliente investigadora de las tinieblas que aparece en ‘El laberinto de los espíritus’. Nos despedimos en Palermo, a pocas calles de esa ‘manzana pareja’ a la que Borges alude en ‘Fundación mítica de Buenos Aires’. No sabíamos que nos despedíamos para siempre.