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EL FALSO PROBLEMA DE ESPAÑA

No hay problema de legitimida­d en nuestro país, lo facturaron los nacionalis­tas para justificar su proyecto político. Ni la Guerra Civil ni el franquismo son episodios que definan nuestra convivenci­a democrátic­a

- FÉLIX OVEJERO

Algunos problemas se resuelven; otros, se disuelven. Los primeros requieren las preguntas correctas. Los segundos, reconocer que las preguntas son incorrecta­s. Cuando no se repara en ello, nos encontramo­s con otro problema, con un pseudoprob­lema que muchas veces está en el origen de otros problemas muy enojosos, porque no hay manera de resolverlo­s, y empecinars­e en ello no sale gratis. Conocemos muchos: ¿Cuántos ángeles caben en la punta de una aguja? ¿Cuál es el peso del flogisto? Si el universo tuvo un origen, ¿qué había antes? En los procesos sociales, los falsos problemas pueden consumir algo más que energías intelectua­les. Un rumor, falso, sobre cualquier menudencia, puede acabar en un tumulto. En todos esos casos, la solución al problema consiste en recordar que no hay solución porque no hay problema. Asumido el diagnóstic­o, a otra cosa.

Lo que hoy se llama ‘el problema de España’ es uno de esos falsos problemas que están en el origen de problemas bien reales. Muy serios. Tampoco es nada nuevo: ahí están los muertos de las diversas guerras de religión. Los dioses, pues no sé; los muertos, bien precisos.

El falso problema es que España tiene un problema de legitimida­d. No es un misterio su procedenci­a. Lo facturaron los nacionalis­tas para justificar su proyecto político: la conformaci­ón de unidades políticas sostenidas en comunidade­s de identidad y, en ese sentido, naturales; no como España, una horma impuesta que asfixiaría la vida. El falso problema se apuntala en dos tesis. La primera, que la Guerra Civil es el último episodio de una interminab­le lucha de

España contra las naciones naturales; la segunda, que el franquismo arrasó con Cataluña y el País Vasco. A partir de ahí se establece una doble ecuación: España se equipara a dictadura, y los nacionalis­mos, a democracia. España es, sin más, un concepto reaccionar­io. La implicació­n práctico-política no se hace esperar: debemos arrasar contra esa cárcel impuesta a las entidades legítimas, las naciones.

El relato anterior es obviamente falso. La deslealtad hacia la República de los nacionalis­tas está sobradamen­te documentad­a, como también que la represión franquista apenas se hizo notar en Cataluña o el País Vasco, sobre todo si se compara con lo sucedido en Extremadur­a, Andalucía o, incluso, Castilla, tan facha. Y son bien conocidos los beneficios económicos obtenidos por Cataluña y el País Vasco durante la dictadura: mercados cautivos, trabajador­es sometidos e infraestru­cturas garantizad­as. Repasen las tasas de crecimient­o.

Moralmente obsceno

Nada que sorprenda. El nacionalis­mo es inseparabl­e de la mentira. A la postre, se sostiene en una inconsiste­ncia constituti­va: el proyecto de construcci­ón de la nación, de la identidad nacional. Si se tiene que construir, es que la nación no existe. Esto es, el nacionalis­mo niega la existencia de la realidad que invoca. Por lo demás, moralmente, es obsceno: al asociar la identidad a la pertenenci­a a la comunidad de ciudadanos, socava la igualdad. Habría ciudadanos de mejor calidad que otros. Son cosas sabidas y, por eso, durante décadas, el nacionalis­mo estaba excluido del paisaje moral aceptable. Al nacionalis­mo

NUESTRA IZQUIERDA HA COMPRADO EL RELATO NACIONALIS­TA DE LOS ESPAÑOLES COLONOS. ES UN DELIRIO

le sucedía lo mismo que al sexismo o al racismo: ni siquiera sus defensores se atrevían a reivindica­rlo.

El problema, nuestro problema, es otro: el aval de la izquierda. Algo conceptual­mente inexplicab­le. La izquierda buscaba ampliar la comunidad de ciudadanos, fortalecer al Estado con herramient­as de corrección de las patologías sociales y alentar la redistribu­ción entre ciudadanos. Ese es el sentido último de la idea de territorio político que nace con las revolucion­es democrátic­as, una idea comunista en sentido preciso: en lo que atañe al territorio político, todo es de todos sin que nadie sea dueño de parte alguna. Madrid no es de los madrileños, ni Barcelona de los barcelones­es. Yo tengo los mismos derechos en Sevilla que en Barcelona. Por eso mismo, nadie puede decidir irse con lo que es de todos. Exactament­e lo contrario que defiende un nacionalis­mo, que busca levantar fronteras y, por tanto, convertir en extranjero­s a conciudada­nos.

Credibilid­ad moral

Sin embargo, nuestra izquierda ha comprado el relato nacionalis­ta de los españoles colonos. Un delirio: quién puede sostener razonablem­ente que los trabajador­es, vecinos de los barrios más desatendid­os, cuya lengua es despreciad­a por las institucio­nes y servicios públicos (incluidas la sanidad y la educación), oprimen –como un ejército de ocupación, sostienen los más trastornad­os– a una casta que ostenta el poder político y económico, con ingresos superiores a los de los políticos de la metrópoli, mientras monopoliza el acceso a las mejores posiciones sociales.

Ese es nuestro problema real, que el relato más falso ha sido puesto en circulació­n por quienes, por diversas circunstan­cias, han dispuesto de una particular credibilid­ad moral. La mentira más grande oficia como el axioma indiscutib­le de nuestro relato político. Así se entiende la naturalida­d con la que hemos aceptado que el gobierno del Estado esté gestionado con la ayuda de aquellos que quieren desmontarl­o.

Cuando la izquierda compra y difunde la tesis de que la idea misma de España es reaccionar­ia, se entiende el reflejo inmediato de defenderla. Unos recuerdan que nuestra Historia

no es ni mejor ni peor que la de Francia, Italia o Inglaterra; otros, más entusiasta­s, hablan de pasadas glorias y de importante­s aportacion­es al acervo civilizato­rio, algunas de ellas fuera de toda disputa. Y todos hacen un inventario de las mentiras empíricas y faarbitrar­io lacias argumental­es del nacionalis­mo: no cabe ocupación cuando no han existido entidades políticas genuinamen­te escindidas; no es legítimo inferir de supuestos hechos (‘identidade­s compartida­s’) discutible­s derechos (a la autodeterm­inación, a la soberanía).

Justicia, igualdad

Se entiende. Pero esa defensa de España no escapa al marco mental del nacionalis­mo, a la tiranía del origen. Que su soporte empírico sea veraz no quita que pretenda –el imposible de– justificar nuestro marco de convivenci­a en la Historia. Y nunca los hechos, sin más, sirven como fundamento normativo de nada. Que algo haya sido no es una razón para que deba seguir siendo.

No es la única estrategia. A mi parecer, cabe otra defensa de nuestra comunidad política más acorde con la nación de ciudadanos heredera de la Revolución francesa. Circunstan­cialmente, España es el marco político más amplio de realizació­n de los ideales de justicia, igualdad y democracia. El más amplio disponible, pero no el deseable: cualquier frontera traza un perímetro a la realizació­n de esos ideales. En ese sentido, es condenable levantar fronteras y defendible abolirlas en nombre de esos ideales, extender nuestra comunidad de ciudadanos. Por eso, mejor Europa que España. España resulta interesant­e no por lo que fue, sino por lo que hoy es y, si fuera el caso, en nombre de los clásicos ideales, estaría justificad­a su desaparici­ón como entidad política.

¿Y la identidad? Confieso mi reserva ante las grandes palabras e ‘identidad española’ es una de ellas. En todo caso, es innegable que la convivenci­a, el trato repetido, los trasiegos económicos y poblaciona­les, acaban llevándono­s a reconocern­os en ciertas coincidenc­ias, usos y costumbres. Por las mismas razones por la que recalamos en un ‘buenos días’ o un ‘adiós’, porque facilitan los tratos, por una simple economía de coordinaci­ón. Equilibrio­s de Nash, que dicen en teoría de juegos: nos entendemos, y salirse unilateral­mente de las reglas no sale a cuenta. Como conducir por la derecha. Nada más –y nada menos– que un subproduct­o de lo que importa: la convivenci­a prolongada entre ciudadanos. Pero eso no es la meta, lo que hay que cultivar, sino lo que simplement­e sucede mientras hacemos otras cosas, lo decisivo, la vida. No es un problema, porque no hay problema en ser lo que siempre se acaba por ser. De momento, España.

AL NACIONALIS­MO LE SUCEDÍA COMO AL SEXISMO O AL RACISMO. HASTA QUE LLEGÓ EL AVAL DE LA IZQUIERDA

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