BIENVENIDA A LA CANADIENSE
El escritor y guionista Patrick DeWitt engarza una comedia de (malas) costumbres, familiar, con dos impresentables con los que mejor no cruzarse
Paradoja: tal vez lo que impide que Patrick DeWitt (Vancouver, 1975) sea considerado uno de los mejores escritores de su generación y, seguro, de Canadá es su compulsión polimorfa perversa y su devenir impredecible. Eso que, curiosa y casi irónicamente, es lo que lo hace tan grande.
Así, ya tuvimos una suerte de crónica ‘bukowskiana’ y fragmentaria de adicciones varias en cantina de Hollywood (’Abluciones’, de 2009); un magnífico neo-western a la vez que clásico instantáneo a la altura del ‘True Grit’, de Charles Portis, o el ‘Meridiano de sangre’, de Cormac McCarthy, (’Los hermanos Sisters’, 2011, finalista del Booker Prize el año en que por fin se lo dieron a Julian Barnes aunque...); y esa especie de gótico cruza de ‘Gormenghast’ con Tim Burton (’El submayordomo Minor’, 2015). Ahora, con ‘Despedida a la francesa’, DeWitt va más lejos que nunca trayendo a su territorio algo donde se funden la extrañeza de los afectos de J. D. Salinger, la maestría para el muy cómico diálogo en serio de J. P. Donleavy, la más honesta amoralidad de John Kennedy Toole y, por supuesto, ‘last but not least’, el talento sin aparentes límites de Patrick DeWitt.
He aquí una comedia de (malas) costumbres familiar con dos impresentables con los que mejor no cruzarse pero que resultan irresistibles si uno se escuda en este libro. Pasen y tiemblen y aquí –pasiva y agresivamente– se aman hasta el odio y viceversa dos seres que no pueden verse pero no quieren dejar de mirarse.
En el cine
La viuda-heredera profesional de Manhattan con el revelador de tantas cosas nombre de Frances Price de sesenta y cinco años (a quien interpretó Michelle Pfeiffer en reciente adaptación cinematográfica) y su treintañero y voluminoso hijo bueno para nada (salvo para ser formidable y desopilante personaje, compartiendo, acaso no casualmente, apelativo con aquel otro ‘freak’ contemplativo de James Purdy), Malcolm. Ambos acompañados siempre por la sombra de esposo-padre muerto en circunstancias no del todo transparentes. Ah: también está el gato de la familia, Pequeño Frank, acaso poseído por el espíritu del difunto y quien, sépanlo, es el mejor comportado de todo el asunto.
Así, lo del título: Frances y Malcolm y Pequeño Frank deciden dejar los sitios que solían frecuentar antes que enfrentarse a la ruina económica después de años de vivir sin hacer absolutamente nada y gastar todo, parten hacia París. Allí, el felino (mucho más interesante que los gatos mágicos de Murakami, digámoslo) escapará del cuidado de sus poco responsables amos quienes, enseguida, convocarán a su alrededor a un reparto de seres tan poco comunes como ellos, por más que no duden en sentirse perfectamente normales. Entonces, con modales de un ‘vaudeville’ que parece escenificado entre humos alucinados de Oscar Wilde y resplandores de resaca de Nöel Coward entran y salen de ese apartamento (prestado, por supuesto) en la Île Saint-Louis, una médium, un doctor, una expatriada, otra viuda, una ex novia que no puede dejar de sentirse prometida, un detective quien seguramente sería un mejor ex detective.
Tragedia y epifanía
El efecto conseguido es el de algo que empieza siendo gracioso pero va ganando en aire melancólico (hace bien un crítico
EL EFECTO CONSEGUIDO ES ALGO QUE EMPIEZA SIENDO GRACIOSO PERO VA GANANDO EN AIRE MELANCÓLICO
en emparentar esta novela con los films de Wes Anderson; aunque lo de DeWitt acaba resultando menos cosmético y sin los tics característicos del director de ‘Rushmore’ y ‘Los Royal Tenenbaums’ porque, como se dijo, DeWitt llega desde un sitio muy diferente a este y nada hace pensar que lo próximo no vaya a estar ya muy lejos de lo de aquí) hasta desembocar en tragedia y epifanía dignas del mejor Francis Scott Fitzgerald en la barra del Ritz Bar o Truman Capote en la acera de Tiffany’s.
Sería muy fácil despachar todo esto con un «pequeña obra maestra». Así que, mejor, compliquemos las cosas con un «obra maestra» cuyo único defecto –como leemos en boca de Frances en la primera línea de la primera página– es que «Todo lo bueno llega a su fin».
Por suerte, Patrick DeWitt continuará con quién sabe qué, cómo, dónde, cuándo pero, seguro, con otra bienvenida novela a su(s) manera(s).