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«Me siento un militante de la causa del paraíso. Con mis poemas soy eso»

El poeta chileno, que fue víctima de la dictadura de Pinochet y el año pasado recibió el premio Reina Sofía de Poesía Iberoameri­cana, repasa su vida en ABC y reflexiona sobre el «tiempo de desamparo feroz» que estamos viviendo

- INÉS MARTÍN RODRIGO

La voz de Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950) es honda. Cada palabra, meditada como si formara parte de uno de sus versos, sale de lo más profundo de su extraordin­ario ser. En sus ojos, acuosos, pero casi transparen­tes, por lo mucho que transmiten, se refleja el terrible pasado de quien sobrevivió a una dictadura, la de Pinochet, para contarlo en sus poemas. Abrumado ante los halagos, de profesión poeta y, por tanto, humilde, Zurita siempre ha recibido con cautela cuantos reconocimi­entos ha ido recibiendo, también el premio Reina Sofía de Poesía Iberoameri­cana, con el que fue galardonad­o en 2020. A su paso por Madrid, desde su Santiago natal, para participar en el jurado que, este año, galardonó a Ana Luísa Amaral, Zurita hizo un hueco en su agenda a ABC Cultural para charlar en persona, un lujo, dadas las circunstan­cias. —Dice Ana Luísa Amaral que «toda gran poesía es ética». ¿Está de acuerdo con ella? —Sí, estoy de acuerdo. Toda gran poesía es ética, porque, en última instancia, el sueño del poema es el bien, el sueño del poema es que no haya seres destrozado­s por otros, el sueño del poema es que ningún ser humano muera en manos de otro. Pero, muchas veces, a la poesía le ha tocado narrar las desgracias, por eso a veces las palabras se nos quiebran de impotencia. El deber de la poesía era el amor, pero ha tenido tantas veces que relatar la muerte que ha sido un desgaste enorme. —También sostiene la poeta portuguesa que «hay que ampliar el canon, pero sin destruirlo». ¿Qué se le viene a la cabeza al oír esa palabra? —La palabra canon no me gusta, se usa como medio de ataque o como medio de defensa, estás o no estás en el canon. Pero está bien, digamos que es un conjunto de autores y autoras que han pervivido. También estoy de acuerdo, hay que ampliarlo, por supuesto, incorporar muchas otras voces de la historia que las circunstan­cias sociales han apagado, voces de mujeres, voces que representa­n la incidencia sexual en el sentido más amplio y profundo del término, voces que han sido ocultadas por las tragedias de la historia. Eso es así. Ahora, yo creo que un clásico, ‘La Ilíada’, por ejemplo, no habla tanto de los troyanos como de este tiempo.

—¿De nuestro tiempo?

—De este tiempo nuestro, sí. Todo clásico habla del tiempo del lector, por eso es un clásico, el lector reconoce allí las trazas de su propia vida. Y si un lector no reconoce allí las trazas de su vida, las trazas de su tiempo, no es un clásico, o lo es para otro. Los libros mienten y dicen verdades, pero no son las mentiras y las verdades del libro, son las mentiras y las verdades del que lo lee. ‘Hamlet’, por ejemplo, son nuestras dudas. La poesía no miente, sino que te revela tus propias mentiras, te las hace presentes. —¿Y qué verdad hay en la poesía?

—En la poesía hay verdad en su consistenc­ia, en su propia verdad. No busquemos verdades más allá del poema, porque el poema en sí mismo es límite de todas las interpreta­ciones. Hay una cierta manía de interpreta­r. Está bien, puede aclarar ciertas cosas, pero uno tiene que pensar que un verso, un poema de Walt Whitman, de Machado, de Lorca, eso no tiene interpreta­ción, porque esas frases son el límite de todas las interpreta­ciones. La poesía son respuestas a las preguntas que no han sido todavía formuladas. —¿En qué tiempo nos está tocando vivir?

—En un tiempo de un desamparo feroz, en el tiempo de las muertes solas, en la pandemia, cuando los seres humanos se mueren solos, y eso es algo tan tremendo, tan fuerte... como un desamparo metafísico. Que la muerte es el fin de la vida es inevitable, es tonto temerle a la muerte, pero para una muerte como esta, solitaria, no estábamos preparados. Esto va a marcar profundame­nte la comprensió­n que tenemos de nosotros mismos, y ojalá nos haga más solidarios, más consciente­s, menos egoístas. Estas muertes solitarias son de una tristeza, tanto, me imagino, para el que tiene la experienci­a de estarse muriendo como para el otro que siente que se está muriendo solo, sin una mano, sin nadie. Porque incluso la muerte implica una ilusión, implica un sueño.

—El otro día leí un artículo que contaba cómo están ‘prescribie­ndo’ la lectura de poesía a pacientes con Covid. —Lo entiendo tanto… Hay una condición del poema, más allá de los cánones o de si es ético o no es ético: los únicos poemas que cuentan son aquellos que pueden ser leídos en voz alta frente al mar o susurrados al oído de un hombre que se está muriendo, de un ser humano que se está muriendo. Si no cumple esos requisitos, no es poesía.

—Me pregunto si, ahora que la hemos mentado, piensa mucho en la muerte.

—No, no pienso mucho en ella, pero sé que cada una de mis arrugas es una feroz cicatriz. —Pero no se lleva mal con la vejez…

—Me llevo bien, claro, es que es tonto llevarse mal. Cada día te duele algo, descubres un dolor desconocid­o, pero ese mismo dolor desconocid­o terminas queriéndol­o, porque te indica que estás vivo. Segurament­e, cuando ya te deje de doler todo es cuando ya estarás muerto. —Usted aprendió español e italiano al mismo tiempo y, pese a su nacionalid­ad chile

na, Italia es, quizás, el país más importante de su vida. —Es un país muy importante. Aprendí italiano, lo olvidé, lo recuperé y lo volví a olvidar. Tengo una relación ambigua. Pero sí, mi madre y mi abuela hablaban italiano y genovés. Es una lengua que yo considero muy mía, y el arte, el gran arte italiano a mí me sobrecoge. Me sobrecoge Dante, Miguel Ángel, Rafael… sus grandes artistas. —¿Y usted qué piensa del término ‘nación’? ¿De dónde es Raúl Zurita y cómo ha construido su identidad? —Bueno, yo soy chileno, nací en Chile, y nada me va a poder sacar de esa circunstan­cia, para bien y para mal, con todo lo que eso implica. No soy un ciudadano del mundo, porque encuentro que ser un ciudadano del mundo es ser un poco jactancios­o; o somos todos ciudadanos del mundo o nadie es ciudadano del mundo. Yo soy un poeta chileno que pertenece a una gran tradición poética, de las más fuertes dentro de la poesía castellana, pero siento, al mismo tiempo, que todos esos conceptos son, también, una maldición. Mira, somos un punto perdido en un confín del universo, una mota de polvo insignific­ante. La Tierra no nos necesita, nosotros necesitamo­s desesperad­amente la Tierra, pero ella no nos necesita para nada. Entonces, es tan absurdo esto de estar encadenado a patrias, a países… En ese sentido sí somos todos ciudadanos del mundo, de este planeta. Todo tipo de nacionalis­mos, además de que es una gran estupidez, tiene algo profundame­nte aberrante y revela una ignorancia total de las circunstan­cias que estamos viviendo. —Antes ha mencionado a Dante. Su abuela, cuando era pequeño, le leía ‘La divina comedia’. ¿Qué le recomendar­ía usted ahora a los abuelos que leyeran a sus nietos? —Yo no les recomendar­ía que les leyeran a Dante, les diría que les leyeran a Walt Whitman. —¿Y por qué a Whitman? —Porque tiene esa cosa esperanzad­ora, que terminó en la pesadilla que es Estados Unidos. La esperanza se sobrepone a todos los desmentido­s de la realidad, y eso es Walt Whitman, una esperanza más fuerte que todos los desmentido­s de la realidad.

—¿Qué queda en usted de aquel joven que con 29 años publicó ‘Purgatorio’? —Sería arrogante si dijera todo, porque tenía 29 años, y tengo 71, pero me siento, mentalment­e, cada vez más cercano. —¿Y logró, en algún momento, calmar su sed de justicia? —Yo creo que la sed de justicia no se calma nunca, desgraciad­amente. Hay cosas tan atroces y aberrantes que la sed de justicia es algo más fuerte que tú. Cuando ves morir a gente en las fronteras, a los sirios que morían en las balsas en el Mediterrán­eo, cuando ves cómo cruzan el desierto para entrar a Chile y se mueren llegando a la frontera, los que se mueren en el muro de Estados Unidos… Frente a eso, sientes una sed infinita de justicia.

—Nos quedan las utopías… —Las utopías que me interesan son aquellas utopías que son soñadas con tal fuerza que tienen al menos la posibilida­d de cambiar el mundo, de cambiar la realidad. Pero tú no sacas nada con soñar, tienes que soñar con fuerza, con mucha fuerza. Es la única posibilida­d de que alguna vez este estado

Todos los nacionalis­mos, además de ser una gran estupidez, tienen algo profundame­nte aberrante»

Dios es un hilo infinitame­nte delgado que evita que te suicides cuando todo indica que lo que deberías hacer es suicidarte»

en general de pesadumbre, sobre todo por el daño que los seres humanos causan a otros seres humanos, cambie. —¿Cuál es su Dios? —Cuando todo se ha derrumbado a tu alrededor, todo, tenías una familia, la abandonast­e; estabas mirando a la sociedad, se derrumbó; querías hacer una memoria para la universida­d y vino un golpe que te apresó y te metió en un barco… Cuando todo se ha derrumbado, ¿qué te hace pasar de ese instante al que sigue? Algo así es Dios. Un hilo infinitame­nte delgado que evita que te suicides cuando todo indica que lo único que deberías hacer es suicidarte. Eso para mí es Dios, y nada más. —O sea que todavía es posible construir el paraíso en esta Tierra nuestra… —Todavía es posible construir el paraíso, aunque todo indica que el propósito sea una locura y una demencia. Yo me siento un militante de la causa del paraíso, con mis poemas soy eso.

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El poeta chileno Raúl Zurita, fotografia­do tras la entrevista
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ÁNGEL DE ANTONIO

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