LA MUJER NUEVA
El genuino interés de las editoriales y los lectores por la literatura escrita por mujeres pareciera haber sido monopolizado por una ortodoxia feminista
Como una especie de Víctor Frankenstein, durante el siglo XX el comunismo quiso construir eso que se llamó «el hombre nuevo». Al igual que el engendro de Mary Shelley, ese hombre nuevo fue hecho con trozos de cadáveres, millones de cadáveres, cortesía de esos científicos sociales llamados Lenin, Stalin, Mao y Pol Pot, por nombrar solo a los más famosillos. En el siglo XXI, mucho más civilizado, de todo ese autoritarismo y mortandad han quedado algunos símbolos, cierto lenguaje y el cascarón de una ideología que solo por puro pudor (a Dios, gracias) ha prescindido de pasar (de volver) a la acción. Es ese arrebato con que todavía hoy algunas personas entornan los ojos cuando escuchan la palabra mágica: comunismo. José Luis Pardo dejó una estampa insuperable de este delirio de superioridad histórica que define a los camaradas de ayer y de hoy en su imprescindible ‘ Estudios del malestar’. De este glorioso pasado ha quedado también la mentalidad militante, que en el mundillo cultural español se camufla en esa zona «entre chien et loup» donde el partido Prisa y el grupo PSOE se confunden. Todo escritor español que se precie de tal debe hacer lo posible por estar en ese vórtice donde se sigue fabricando el hombre nuevo, el intelectual nuevo.
En este caso, el genérico masculino se muestra inoperante, porque de lo que se trata ahora es de producir a «la mujer nueva». En el área de la literatura, la mujer nueva es aquella que muestra una absoluta coherencia entre pensamiento, palabra y acción. A su militancia feminista de marchas y pañuelo púrpura se corresponde su columna feminista en la prensa y su novela o libro de cuentos feminista galardonado en tal o cual premio feminista. Yo no veo ningún problema en ser militante de alguna causa y refrendarlo a través de la prensa o de los medios con que se cuente para expresar su opinión. Sí me genera un poco de cansancio que la literatura, espacio de libertad y alteridad donde los haya, sea muchas veces una extensión, un teatro de marionetas, donde el autor, o, en este caso, la autora, nos machaque con las mismas opiniones que ya le conocemos.
Por supuesto, estoy consciente de que mi deplorable condición de hombre blanco ( soy de piel morena pero mi apellido, ay, me delata) invalida cualquiera de mis argumentos. Sin embargo, en el trascurso de una misma semana he sostenido conversaciones con tres escritoras distintas y que no se conocen entre sí que comparten la misma impresión. El ¿genuino? interés de las editoriales y los lectores por la literatura escrita por mujeres pareciera haber sido monopolizado por una ortodoxia feminista que condena al silencio, al escarnio o a un segundo plano a cualquier autora cuya obra no hable del horror de ser madre o que no reconozca que todos los hombres son unos violadores y asesinos en potencia.
Escritoras como la argentina Ariana Harwicz y la española Aloma Rodríguez se han atrevido a plantear este debate en libros y artículos, lo cual ha generado las respectivas reacciones y señalamientos por parte de las compañeras de ruta de la avanzada del progreso. Las mujeres nuevas. Las verdaderas. Las únicas.