La sombra alargada de los imperios
De Conrad en pleno siglo XXI más allá de los debates sobre sus cambios de actitud habría que recuperar su mirada de largo alcance
Joseph Teodor Konrad Nadecz Korzeniowski, « católico, noble, polonés » , como declaró en su primera carta conocida, no pisó Gran Bretaña antes de 1878. El inglés, que dominó de manera sublime, nos cuenta el maestro Malcom Deas, «ni siquiera fue su segunda lengua». Apenas la tercera. Con su perenne barba blanca de lobo de mar y su tez morena perpetua conservó, desde que las enfermedades lo expulsaron de los océanos y le impusieron la vida varada del escritor en tierra, el aspecto, entre amenazante y tranquilo, del que ya lo ha visto todo. En las conversaciones ingeniosas de Oxford, destacaban al tratar sobre él determinados aspectos que, en otras universidades, y en especial aquellas de la Europa continental, hubieran sido objeto de un sesudo y aburrido análisis racionalista. Allí las rarezas se consideran todavía anécdotas indicadoras de valor y originalidad.
Que nunca hubiera obtenido el Premio Nobel era considerado, más que una tradición sueca, como cuentan del infame caso de Borges, indicador irrefutable de que era preciso leerlo. Pues alguien rechazado por los lunáticos académicos escandinavos debía ser forzosamente un escritor valioso. Otro episodio imaginaba al escritor estadounidense Henry James, «maestro del matiz y del escrúpulo», escondiéndose entre los gigantescos árboles de un parque para evitar encontrarse con Conrad, ya que eran vecinos, a la hora del paseo vespertino que cerraba su respectiva jornada laboral. El objetivo del esteta James, al rehuirlo, no era tanto conservar el control de su precioso tiempo, como evitarse escucharlo. El inglés de