El destino literario de Mateo Charris
El pintor murciano tan vinculado al viaje y la literatura invitado de lujo de este monográfico dedicado a Joseph Conrad
Hijo de un guardamuelles del puerto de su ciudad natal, en 1980, Ángel Mateo Charris (Cartagena, 1962), marchó a Valencia para formarse en Bellas Artes. Pronto se afianzó en un estilo en gran medida deudor del pop, movimiento muy valenciano, que lo llevó a interesarse por el planeta del cómic, en el que se fijó sobre todo en Hergé. En su obra se apreciarían luego otras influencias más benéficas, especialmente la de los realismos de entreguerras.
En el ecosistema ‘charrisiano’, cuentan mucho, a partir de 1995, el espacio La Naval y sus minúsculas publicaciones, así como su colaboración con dos iniciativas culturales dinamizadoras: Mestizo y La Mar de Músicas. Clave para él fueron además su fichaje por la galería valenciana (hoy madrileña) My Name’s Lolita, y su presencia en las colectivas disberlinianas ‘El retorno del hijo pródigo’ y en nuestra ‘Muelle de Levante’.
Si en 1993 pintó su propia tierra en ‘República de Cartagena’, con catálogo a modo de un ‘National Geographic’ convertido en álbum de cromos infantiles, otro hito en su carrera lo constituyó, en 1999, su retrospectiva en el IVAM, en su Centro del Carmen (luego en Madrid, en el Conde Duque), comisariada por Gail Levin, la máxima especialista en Hopper. A este había homenajeado, en 1995, con una muestra cartagenera compartida con su inseparable Gonzalo Sicre, pintada tras un viaje a la Costa
Este norteamericana tras los pasos de aquél. Otro viaje similar los conduciría a
Bélgica, el país de Tintín y
Magritte, y del maravilloso e inquietante Léon Spilliaert; los frutos del mismo se vieron en Murcia, en 2011, en La Conservera.
EL ‘COSMOLOCALISTA’ CHARRIS no ha sido un viajero inmóvil, sino un auténtico hombre de las maletas a lo Paul Morand, y ha viajado más que nadie: Europa y su Ártico, África, México, Asia, Oceanía… Resultado de sus incursiones en la última zona aludida fue, en 2016, su brillante contribución al descubrimiento de un supuesto pintor tiki, en ‘Lotus Eater’, su Torres Campalans. En perpetuo movimiento, como la noria de ‘Rareza del siglo’ (1994), en la colección del IVAM, Charris encuentra el modo de concentrarse en la pintura, y de crear cuadros enigmáticos que dicen inmejorablemente una palmera solitaria en un crepúsculo en el campo cartagenero; o un barracón de feria después de la resaca; o una casa iluminada en la noche de Europa; o ‘Una casa para Oramas’; o el Blanco ‘malevichiano’ del Ártico, objeto de su individual de 2003 en Casa de Vacas.
Dentro de la política de Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, siempre nos llamó la atención el apartado de clásicos ilustrados por Saura, José Hernández, Ràfols, Barceló, Frederic Amat o Charris, al que le tocaron dos libros tan centrales en el canon literario como, en 2008, ‘El corazón de las tinieblas’, de Joseph Conrad (en traducción del gran Sergio Pitol), y, en 2012, ‘Grandes esperanzas’, de Dickens. Por ello, quien en 2018 exponía su ‘Suite africaine’ en el Museo de Abidjan, no podía no ser el invitado de lujo de este monográfico conradiano.