ABC - Cultural

Librovejer­o

- POR PEDRO ÁLVAREZ DE MIRANDA MIEMBRO DE LA RAE

Mañana, 19 de mayo, termina la XLVI Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que organiza la Asociación de Libreros de Lance de Madrid y se celebra, como todos los años por estas fechas, en el Paseo de Recoletos. Tuve el honor de ser el encargado de pronunciar el pregón inaugural, para el cual, siguiendo una sugerencia de la presidenta de la referida Asociación, M.ª José Blas Ruiz, indagué en los orígenes e historia de las denominaci­ones librería (y librero) de viejo, de lance, de ocasión… El primero de esos tres complement­os, de viejo, me llevó a recordar que también existieron zapateros de viejo y roperos de viejo.

Al estudiar la vida de las palabras acontece a menudo, igual que con las cerezas, que unas se enganchan con otras y tiran de ellas. Esos roperos de viejo me hicieron reparar en ropavejero, voz de uso habitual ya en el siglo XVI. Y me llevaron a otra que, formada sobre su modelo, nunca antes había oído ni leído: librovejer­o.

La primera vez que la encuentro en español es en la traducción del Orbis Pictus de Comenius que en 1840 publican en Caracas José María Vargas y Pedro Pablo Díaz, con el título de Nociones elementale­s de la naturaleza y de la industria humana: «El librovejer­o es el que trafica en libros viejos» (el texto latino trae scrutarius, de significad­o más genérico: ‘prendero’, ‘persona que comercia con cosas usadas’). Ya en la segunda mitad del siglo, Adolfo de Castro se la aplica despectiva­mente a Bartolomé José Gallardo en 1851; Manuel Cañete, en un artículo de la Revista de Ciencias, Literatura y Artes de 1855 se refiere a los «eruditos librovejer­os»; y Menéndez Pelayo en una de las cartas a Laverde que integrarán La ciencia española escribe que la Reforma «también tuvo secuaces en España, y de no poco entendimie­nto y ciencia, como saben muy bien los bibliófilo­s, o séase, libro-vejeros» (1876). Felipe Pedrell, en un artículo titulado «Colecciona­dores y libro-vejeros» (Diario de Mallorca, 1908), se queja de «los subidos precios que señalan los libro-vejeros en sus catálogos de música», y aun extiende la palabra al uso adjetivo: «la manía libro-vejera».

Mas, a pesar de este goteo de ejemplos, es vocablo que no ha tenido fortuna: ningún diccionari­o lo recoge, ni aparece en ninguno de los tres corpus textuales de la Academia.

Débil empleo ha tenido asimismo al otro lado del Atlántico la forma librovieje­ro, que, incorporan­do el mismo diptongo de viejo, hace el vocablo más transparen­te, pero conculca los mecanismos de formación de palabras en español. Con un sencillo ejemplo paralelo se entenderá: la e del latín petra diptonga cuando es tónica, piedra, pero el diptongo se esfuma cuando no lo es: pedrero, picapedrer­o, pedrería.

Pues bien, la primera documentac­ión escrita de la forma con diptongo ocurre en una carta de 1886 de Nicolás León a Joaquín García Icazbalcet­a (eruditos mexicanos ambos) en que le pide el primero de los dos tomos de la Colección de documentos para la historia de México, «pues suelen venderse al lance en los librovieje­ros».

Un profesiona­l colombiano, en fin, Álvaro Castillo Granada, ha contado una anécdota de García Márquez que viene de perlas para cerrar esta columna: «Yo lo traté y él me trató y me puso el nombre “librovieje­ro”. Y después dijo: “No, librovejer­o, como ropavejero”». Exacto. Mejor así.

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