Diario de Almeria

Algo te falta

- FRANCISCO SÁEZ ROZAS Párroco de Santa María de los Ángeles

UN muchacho, honrado e impecable, profundame­nte religioso y cumplidor se acerca a Jesús con hondo respeto. Su pregunta no es trivial, afecta al núcleo de la fe: «¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». O, dicho de otro modo, ¿cómo debo vivir para que mi vida sea grata a los ojos de Dios? Jesús contesta apelando a la Ley de Moisés y los mandamient­os que se refieren al prójimo. Pero el joven, que es persistent­e, insiste: «Todo eso lo he cumplido desde joven». Y el Señor le invita a dar un paso más: «vende lo que tienes y dáselo a los pobres, solo así Dios será tu riqueza, y entonces, sígueme». Es un evangelio que habla del seguimient­o, que como vamos viendo a lo largo de estos domingos, implica identifica­rse paulatinam­ente con Jesús, que es pobre. Por eso, podemos decir que la pobreza no es la condición del seguimient­o, sino la consecuenc­ia del mismo.

Pero en el proyecto de aquel joven rico no entra este futuro. Para él es imposible este paso del tener al compartir. Su mirada es distinta, el Reino de Dios no es visto, ni sentido por él como una riqueza. Y es que cuando el dinero se convierte en un valor absoluto que todo lo determina, entonces pasa también a ser un obstáculo en el seguimient­o, no porque Dios nos quiera míseros, y la riqueza sea mala en sí misma, sino porque nos cierra al hermano y a sus ne- cesidades y, por tanto, distorsion­a y falsifica nuestra relación con Dios.

En el tiempo de Jesús dominaba la concepción de que los bienes eran una señal de la bendición de Dios, y en este sentido, los ricos tenían un futuro esplendido en el Reino. ¡De qué manera Jesús trastoca esta manera de pensar! Dios debe ocupar el primer puesto en el corazón, no los bienes del mundo. Quienes son llamados a ser vir en el Reino, a seguirle, entrarán en este nuevo estilo de vida, que no es el de acaparar, sino el de compartir. Por eso, los primeros en la sociedad serán los últimos en el Reino, y los pequeños, los bienaventu­rados ante Dios.

Hay evangelios que son bonitos de leer, e instructiv­os, pero difíciles de vivir. Éste es uno de ellos, porque trastoca por completo nuestra filosofía de la vida. Pedro reconoce que, en el fondo, todos pecamos de esta inclinació­n a lo material y, con un poco de temor, se lo dice a Jesús. Pero él le hace entender que la salvación no es un mérito nuestro, sino ante todo un don de Dios. Jesús pronuncia palabras de consuelo, presentand­o el poder de Dios como incomparab­lemente mayor que la debilidad del hombre. Dice el evangelio que cuando Jesús le habló de desprendim­iento, lo miró con ternura. Esa es la mirada de Dios, no una mirada que juzga, sino que invita a la conversión. El evangelio resalta que Jesús reconoce la buena voluntad de aquel joven, y su sincera búsqueda de la verdad. Pero le falta una cosa: no solo por “cumplir” se llega a la vida. Hay que amar. Es una invitación a salir de su círculo, a dar ese paso de ser un hombre que cumple la ley, a ser un hombre que vive el amor, que sigue a Jesús.

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