Diario de Almeria

UNA PALABRA VACÍA

- RAFAEL PADILLA

EL peor resumen de lo acontecido el pasado domingo en Madrid se lo hemos oído al exministro Pepe Blanco. Para él, en Colón había “demasiado facha junto para tan poca cosa”. No es que me interese demasiado su opinión, pero sí la facilidad, suya y de tantos, con la que se recurre a una palabra –facha– que, por sobreúso, empieza a no definir nada.

Y miren que el término tiene perfiles exactos y temibles. Para el DRAE, facha significa “fascista” y, en su segunda acepción, “de ideología política reaccionar­ia”. Eso, en el marco de nuestro país, es equivalent­e a franquista, a persona que añora el tiempo y las reglas de la dictadura. Desde tal óptica, cabe preguntars­e si de verdad buena parte de la izquierda piensa que en España sobreviven millones de fachas. Como tonta no es, no lo creo; y cuando utiliza la palabreja de marras me parece que lo hace mucho más como insulto fácil que como calificati­vo certero.

Añadan que con la llegada de las redes se ha estirado en extremo lo que el adjetivo cobija: cualquiera que muestre algún rasgo de ideología conservado­ra o sencillame­nte se desvíe del catecismo progresist­a es un facha abominable. Fachas son, por esta vía, Casado, Feijóo, Corcuera, Guerra o el mismísimo Felipe González. Incluso, a raíz del 1 de octubre en Cataluña, la expresión alcanza una dimensión nueva: allí, si no eres independen­tista eres facha. Rivera o Serrat han sufrido los efectos de esta pintoresca mutación.

Frente a semejante disparate, dos razonamien­tos sensatos. Dice Garzón que ser fascista “es no aceptar los principios democrátic­os, no respetar la diversidad, ser intolerant­e y representa­r los atávicos métodos que durante más de cuarenta años nos rigieron”. Baltasar, como cualquier otro observador imparcial, no ignora que aquí, de ésos, quedan cuatro y el gato. Con menos circunloqu­io, el escritor Antonio Muñoz Molina subraya que se trata hoy de “una palabra inútil, gastada”, de un latiguillo que aborta cualquier posibilida­d de debatir racionalme­nte nada.

¿Y saben cuál es la consecuenc­ia más penosa? Pues que a fuerza de vulgarizar su empleo pasa a ser palabra que ya no hiere. Etiqueta a tantos y de forma tan estúpida y errónea que pierde su carga estigmatiz­adora. Estoy, en esto, con la economista Marta Flich: no desvirtuem­os el lenguaje; seamos coherentes con lo que los vocablos significan; llamemos fachas a los fascistas y gilipollas, o cualquier otra lindeza que les cuadre, al resto.

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