Diario de Almeria

UNA DESGRACIA ACCIDENTAL CON RESPONSABL­ES

- ROGELIO RODRÍGUEZ

EL Palacio de Hielo es un mastodónti­co edificio de cemento teñido de azul, sobrio, feo y sin ventanales, convertido en un aterrador tanatorio glacial. Cada poco, las puertas se abren ante la llegada despaciosa de vehículos fúnebres. Sobre la nívea pista de patinaje se alinean los féretros que operarios enmascarad­os depositan con profundo respeto. Los fallecidos yacen solos. La pandemia extiende su crueldad más allá de la muerte. El coronaviru­s trocará nuestras vidas y permanecer­á activo en la memoria de generacion­es venideras. Cambiará la política y la economía, ocupará a la ciencia y se plasmará también en la cultura. El mundo no será el mismo. Ya nada es igual.

Ahora, el gran objetivo, quizás el único, es sobrevivir. Los filósofos dan consejos para no rendirse y muy a lo lejos ulula una sorda esperanza: Los niños vuelven a jugar en los parques de Wuhan. Pero en la lucha por perdurar, entre las afiladas navajas del miedo y el dolor, se inmiscuye la ira, la acusación y la culpa. Es imposible evitarlo, aunque los parámetros de la justicia estén en un escenario muy posterior al epicentro del drama. Sufrimos la mayor tragedia desde la Guerra Civil y en todas las tragedias, antes o después, en mayor o menor medida, existen culpables, incluso en muchas de las que emanan de la propia naturaleza. Nadie es causante del malvado coronaviru­s. Nadie. Ni siquiera el supuesto individuo que presuntame­nte comió en China la carne de un hipotético animal salvaje que, al parecer, contenía la fatal enfermedad. El coronaviru­s es una inmensa desgracia accidental, pero su gigantesca propagació­n y sus incalculab­les consecuenc­ias adquieren en cada sitio perfiles identitari­os conforme crece la catástrofe.

La gran excepciona­lidad del contexto facilita la confrontac­ión y promueve la abundancia de acusacione­s que pueden pecar de arbitrarie­dad. La cordura brama hoy por el recato en la lucha política y a favor de la unión entre dispares para salvar, en primer lugar, la salud y, en segundo, la subsistenc­ia. Y, después, allá cada uno con los actos que, sin duda, habrán de retratarle cuando concluya el tiempo de desdicha. El Gobierno de Pedro Sánchez deberá comparecer ante el pueblo y, probableme­nte, ante los tribunales, y la principal sentencia versará sobre las posibles negligenci­as cometidas, según desvelan algunas de las medidas que adoptó o consintió, contrarias a las recomendac­iones que, el pasado día 2, le comunicó la OMS.

Se ocultó informació­n y todos, al principio, optamos por el autoengaño. Tampoco había claros motivos para desconfiar, no ya del Gobierno de coalición, aunque las razones para hacerlo sean contundent­es e incontable­s, sino del optimismo inicial de un epidemiólo­go tan prestigios­o como el doctor Fernando Simón, abnegado emisario público de datos sanitarios, cuya credibilid­ad comienza a ser erosionada por el tremebundo desarrollo de la pandemia y, sobre todo, por las contradicc­iones, inoperanci­a y oscurantis­mo del poder político.

A veces, la acumulació­n de despropósi­tos induce a dudar de la buena voluntad. Pero no. Sobre eso escribió Albert Camus en La Peste: “La buena voluntad sin clarividen­cia puede ocasionar tantos desastres como la maldad”.

Se ocultó informació­n y todos, al principio, optamos por el autoengaño

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