Diario de Almeria

La vida tras la mampara

● Las precaucion­es para evitar contagiars­e y contagiar cambian nuestra forma de comprar ● Farmacias, estancos, tiendas de alimentaci­ón... están a diario en primera línea de peligro de contagio

- Alejandro Morales

La mampara llegó cuando pudo llegar. Con el Estado de Alarma ya decretado y con decenas de personas acudiendo a diario a la farmacia sin todavía haber aprendido a vivir en esta especie de libertad condiciona­l que nos ha tocado. Ahora, más de dos semanas después de que todo empezara y tras las bofetadas que nos va dando la realidad a cada minuto, ya sí estamos siendo unos confinados ejemplares. Pero al principio no. Ni los usuarios de la farmacia ni casi nadie. Y la mampara tardó en llegar varios días. De hecho, María José tuvo que ir a buscarla fuera de Almería, en un viaje extraño, desasosega­nte, sin coches en la carretera, solo camiones. Para su tranquilid­ad, y la de Miriam, y Gabriel, y José Manuel –sus compañeros en esa línea tan expuesta del frente de batalla contra el bicho–, aquel cacho de metacrilat­o ensartado en dos maderos, acabó por llegar. Y desde entonces todos ellos respiran más tranquilos. Es su armadura.

Una hilera de sillas garantizan, a modo de barrera, que los clientes no puedan quebrar la distancia de seguridad antes de llegar a la armadura de la tranquilid­ad. El ‘tráfico’ en la farmacia solo puede tener un sentido, y discurrir por un ‘carril’, formado de la puerta al mostrador por expositore­s y publicidad­es de laboratori­os, esos armatostes vistosos que traían los comerciale­s en sus diarias visitas, cuando la vida era vida, y las colas en las horas puntas se formaban dentro de la sala, no en la acera.

“Es increible cómo el miedo nos cambia”, reflexiona María José, la farmacéuti­ca, lo mismo que lo son su padre y su madre. Y su hermano. Y su abuelo,tíos y primos. “Todo fluye ahora dentro de lo que cabe, todos nos estamos adaptando a esto porque no nos cabe otra, pero al principio había mucha gente que parecía que la cosa no iba con ellos. Venían a pesarse, por ejemplo, exponiéndo­se y exponiéndo­nos a todos a un contagio; o a preguntar si había mascarilla­s, o gel, o alcohol...”. Ahora, los que se querían pesar ya no van, “porque lo han entendido, y los que entraban a preguntar, en casi todos los casos, cambian la visita por una llamada de teléfono, y eso es lo que deben hacer por el bien de todos”.

María José vive estos días desinfecta­ndo. Ha aprendido a no tocarse la cara y casi siempre lo consigue, aunque el cerebro a veces la quiere engañar. Desinfecta­n inclu

No puedo obligar a nadie a llevarse todo lo que tiene prescrito, pero paso mucho tiempo explicándo­lo”

Voy directamen­te al baño cada día cuando llego a casa; pasa mucha gente por el estanco y el riesgo es muy alto”

so las cajas de medicament­os que entregan a los usuarios. Ella y sus compañeros alargan losbrazos con el datáfano bajo la ranura de la armadura, para que los clientes paguen con la tarjeta sin que se toquen. Y siempre, tras cada operación de venta o cada posibilida­d de roce, lavan y desinfecta­n las manos. “Todo lo que se haga por evitarlo es poco, en esta situción y estando tan expuestos como estamos en las farmacias”, defiende.

Hay que adaptarse, sí, y casi todos lo han hecho. A los mayores no les gusta llevarse medicinas ‘de más’ a sus casas. Los médicos les indican siempre que se lleven de sus tratamient­os solo aquello que necesiten, y lo cumplen a rajatabla. “Pero ahora estamos en una situación de crisis, y lo más importante es evitar por todos los medios tener ‘papeletas’ para contagiars­e y contagiar”, advierte María José. “Así que esa es una de las principale­s batallas estos días. “Yo no puedo obligar a nadie a que se lleve todo lo que tiene prescrito, pero sí paso mucho tiempo explicando lo mismo”. Casi todos le hacen caso, aunque siempre hay rebeldes.

Trasiego en el estanco

Ana y Otilia, las estanquera­s del pueblo, también viven su jornada laboral a diario tras la mampara. Si la vecina farmacia, de la que apenas le separan unas decenas de metros, es habitualme­nte un lugar de paso incesante, no lo es menos el estanco. Y más en estos días. “Me cuesta trabajo imaginar que a los fumadores les quiten el tabaco en estos momentos tan delicados”, advierte Ana, que se turna a diario con su hermana para que solo haya una en el establecim­iento en cada momento. Hay que minimizar riesgos. La conversaci­ón se produce pocas horas antes de que el presidente del Gobierno anuncie el endurecimi­ento del confinamie­nto, pero Ana ya vaticina que a los estancos no los tocarán. “Como mucho podrían hacer como en algunas comunidade­s, que les permiten abrir un día sí y otro no, o limitarlo de alguna otra forma, abrir solo por las mañanas, o por las tardes, pero los estancos seguirán abiertos”, defiende. Poco después, el Gobierno incluye a los estancos en la lista de establecim­ientos que pueden funcionar con ‘normalidad’ estos días. “Si la gente se pone muy nerviosa simplement­e de pensar que se tiene que quitar de fumar, imagínate cómo se pondría si se tiene que quitar obligatori­amente”, recalca Ana.

Hay que ponerle comillas a ‘normalidad’, claro, porque nada es puramente normal en este kit-kat que estamos haciendo a nuestro ‘yo social’ durante la incierta crisis. “Yo voy directamen­te al baño cada día cuando llego del estanco, me lavo y cambio completame­nte de ropa, pasa mucha gente al cabo del día por el estanco y el riesgo es muy alto”, explica Ana, quien, como su hermana, se siente “mucho más tranquila desde que pusimos la mampara”.

Cambian las ‘normas’ en el acto de comprar y cambian los hábitos de los compradore­s. “Ahora la gente está pagando mucho más con tarjeta, algo de agradecer, aunque también muchos clientes nos pagan con dinero, y cada vez que tocamos dinero nos lavamos y desinfecta­mos las manos, aunque vayamos con guantes”, cuenta. Y eso son muchas veces al cabo del día. Lógicament­e, durante todos estos días “se están vendiendo muchos más cartones de tabaco que antes”, subrayan las hermanas. Son muchos los que están acostumbra­dos a comprar su cajetilla suelta, pero que ahora se las llevan de diez en diez. De esa manera evitan nueve visitas al estanco. Y todo suma por el bien común.

Pese a esto, sin tabaco en los bares, cerrados, y en muchas gasolinera­s que solo sirven en autoservic­io, los estancos siguen siendo lugares muy concurrido­s, aunque ahora sea entrando de uno en uno. Y como pasa en la farmacia, o en la panadería, o en la tienda de alimentaci­ón de al lado, a veces el estrés de estar abiertos y trabajando en estas circunstan­cias hace que “tengamos que levantar la voz para evitar que algún despistado entre cuando todavía no puede”, reconoce Ana. Pero no es ella la que levanta la voz. Es el miedo.

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