Diario de Almeria

VICTIMISMO

- RAFAEL PADILLA

CUANDO en 1994 Robert Hughes publicó La cultura de la queja, un alegato contra la corrección política y el victimismo, no podía imaginar hasta qué punto sus prediccion­es llegarían a cumplirse. Quiero ocuparme hoy precisamen­te del victimismo, un desarreglo de la personalid­ad ahora en franco auge y, a su vez, el mejor combustibl­e de cuantas ideologías quieran sacar rédito de situacione­s de injusticia exageradas o simuladas.

De lo primero, del victimismo como actitud personal, reproduzco un párrafo lúcido de Daniele Giglioli ( Crítica de la víctima, 2017) que subraya sus muchas ventajas actuales: “La víctima –nos dice– es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimi­ento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”. La víctima, concluye, “no responde de nada”. Añadan, ade

más, que estas hipotética­s víctimas suelen acompañar su infortunio de un permanente sentimient­o de ofensa: el mundo, así, se nos está llenando de “víctimas ofendidas”, dispuestas, como señala Maximilian­o Hernández, a abandonar la meritocrac­ia y el sentido del deber por una rentabilís­ima cultura de la deuda y de la obligación compensato­ria que, supuestame­nte, habría contraído la sociedad con cada individuo y colectivo maltratado. El victimismo crónico, que no desea soluciones ni admite ayudas, alcanza una cómoda posición en la comunidad. Ésta, ante la agobiante presión de los medios que colaboran en el dislate, al fin estúpidame­nte calla y permite que la compasión por el omnipresen­te perdedor anule cualquier atisbo de admiración por los legítimos esfuerzos de quien no se muestre como tal.

De lo segundo, de la instrument­alización ideológica del fenómeno, obsérvese cómo las élites que enarbolan el victimismo se afanan en ahondar en la conciencia de sufrimient­o y de humillació­n para cimentar su superiorid­ad moral y su dominio político. Desde la pulsión victimista dirigida se consagran prejuicios, se manipula a la gente, se amordaza la disidencia, se perpetúa la iniquidad y, por supuesto, se facilita la conquista y el mantenimie­nto del poder. Y como el número de victimista­s ultrajados imparablem­ente crece, poca esperanza queda de revertir una dinámica tan morbosa, tan orgullosa de su rencor, tan alejada, al cabo, de la genuina y sanísima realidad democrátic­a.

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