Diario de Almeria

¿CAMPANA? ¡DIN, DON! Borrón de Pedro Antonio de Alarcón

Evento. Selectivo y raramente abierto al nativo, aquel local albergó uno de los actos que tuvieron lugar en la ciudad durante una visita del escritor a la ciudad

- JOSÉ LUIS RUZ MÁRQUEZ Catedrátic­o licenciado en Bellas Artes

HAY en la calle Real esquina con la del Arco una curiosa casa aproada, de vocación marinera, navegante en la segunda mitad del siglo XIX con el nombre de Costum y Club Inglés por la nacionalid­ad de un pasaje corto, allí embarcado en las horas libres de sus quehaceres comerciale­s, entre el humear del moka auténtico y el habano de verdad, sesteando entre vistazo y vistazo a periódicos y revistas de todo el mundo.

Selectivo y raramente abierto al nativo, aquel local albergó uno de los actos que tuvieron lugar en la ciudad durante una visita del escritor Pedro Antonio de Alarcón y a cuyo relato quiero dedicar estas líneas no sin antes dejar constancia de que la identifica­ción de la casa así como la anécdota que referiré son datos transmitid­os por sus mayores a Jesús de Perceval y a él se los debo, como le debo tantos; una deuda asumida con gusto ante aquellos que se extrañan de la presencia frecuente del nombre de aquel gran artista en mis escritos.

No van estas líneas por los derroteros de la conocida obra literaria de Alarcón, sino que tratan de aportar una pincelada más so

En caballo hizo Alarcón la entrada en Almería en su segunda y última visita

Hubo pues duelo sin que por desgracia haya llegado hasta nosotros detalle alguno

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Entre los que le recibieron hubo quien le habló de la existencia de un hombre apellidado Campana, guapo y galante, muy admirado por las mujeres; oyó esto Alarcón y nada dijo pero guardó el dato y cuando le fue presentado ante una concurrenc­ia nutrida y siempre atenta a cuanto él hacía y decía, va este y le pregunta: -¿Campana? -Sí. ¿Por qué? Burlón, le mira en silencio mientras hace el gesto de agitar con dos dedos una campanita para acabar contestand­o: -!Din-don! Aquel hombre humillado, se indigna y sin pronunciar palabra le tira el guante y reta a duelo. Una visita literaria que se había prometido feliz, a punto está de convertirs­e en drama de sangre y aún de muerte por la ligereza del escri-tor Unos cuantos amigos comunes testigos de la afrenta, entre los que se encuentra don Juan Gabriel del Moral, bisabuelo de Perceval, tratan de que Pedro Antonio solicite el perdón al ofendido y a este su desistimie­nto. Pero todo es en vano y otra vez tenemos a Alarcón en duelo de pistola, como en 1855 en Madrid, cuando se enfrentó a un periodista isabelino y buenísimo tirador que tuvo la generosida­d de desviar el disparo para salvarle la vida.

Hubo pues duelo sin que por desgracia haya llegado hasta nosotros detalle alguno a no ser lo poco que, más que describir, apunta con un cierto aire de arrepentim­iento el propio escritor: un "lance, que no merece pasar a la Historia, en que dos inocentes vertieron su sangre, al rayar el día, dentro de un cercado de higueras chumbas, por un quítame allá esas pajas".

Era el retador, al que no he podido identifica­r con precisión, caballero de un linaje noble asentado en nuestra ciudad en la segunda mitad del siglo XVIII, el de Álvarez-Campana con presencia actual en la sangre de su dilatada descendenc­ia, así como en lo toponímico: la rambla de Campana, en Pechina y en la plaza del doctor

Gómez Campana, ante el Hospital Provincial, y aún en lo heráldico, según vi en casa de don Trino Gómez Campana en la plaza de San Pedro, en un magnífico sillón del siglo XVII cuya faja espaldar de añejo terciopelo mostraba bordado con primor el escudo familiar.

La campana, de oro sobre campo de gules, sin permiso alguno tañida por Alarcón en un momento en que dejó de ser célebre para quedarse tan solo en famoso, algo que suele ocurrir con frecuencia y aún en personas de la talla de él, pues si el escribir bien es garantía de mucho no lo es de todo. Asegura el refrán -y con razón pues para eso está, para dárnosla según convenga- que el mejor escribano echa un borrón, pero no dice que el mejor escritor hace un tachón.

Así es que cedo este aporte al refranero para consuelo de quien se duela por aquella gratuita provocació­n sólo explicable por la puntica de envidia ante la apostura del retador. Pero está claro que Alarcón, hombre inteligent­e y correcto, tuvo una hora tonta, un minuto bobo, cuando preguntó : ¿Campana? y respondió: ¡din, don!

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