Novo Sancti Petri, un tesoro salido de la nada
● El temor a un urbanismo descontrolado llevó a Chiclana a planificar en los años 80 un complejo hotelero respetuoso con el medio ambiente que hoy es todo un referente turístico
Ésta es una historia de un grupo de soñadores, aún jóvenes, que apostaban por el desarrollo de su pueblo dando un paso adelante, poniendo sobre la mesa ideas inéditas en esa época que, más que valientes, eran consideradas por muchos como absurdas e imposibles de ejecutar.
Estamos en Chiclana. Primeros años de la década de los años ochenta. Una ciudad totalmente diferente a la actual. Con apenas 35.000 habitantes, casi igual que Puerto Real, alejada aún de la población de El Puerto y San Fernando. Una ciudad apoyada en la capacidad de trabajo de sus vecinos, en el campo y en la construcción, donde los capitalinos ya tenían sus pequeños chalés de fin de semana, donde los huertos primaban sobre las piscinas.
En el Plan Bahía de Cádiz, dirigido en 1982 por Florencio Zoido y que tenía la pretensión de ser la Biblia del desarrollo de esta comarca recién estrenada la democracia, el análisis que se hacía de Chiclana era demoledor: “Chiclana absorbe gran parte de la marginalidad urbana del conjunto del área, corriendo el riesgo de convertirse progresivamente en una especie de gueto suburbial al modo latinoamericano”, a la vez que advertía de la proliferación de “parcelaciones ilegales y de viviendas de autoconstrucción”.
El Plan ignoraba a Chiclana como referente turístico. Sólo contaban Cádiz capital y El Puerto, las únicas con una planta hotelera más o menos respetable. Más aún, a la hora de referirse al uso de las playas de la Bahía, se destacaba que en La Barrosa primaban los usuarios de la localidad (55,2%). El 12% procedía del resto de España y apenas un 0,7% eran extranjeros, tres puntos por debajo del dato de la playa de la Cortadura en la capital. Se hablaba de La Barrosa como de una playa abandonada en la que apenas se actuaba de cara al inicio de la temporada estival.
La desconfianza hacia el futuro de Chiclana hacía que en la proyección de población de cara a 1990, limitase el censo de la ciudad a 44.000 vecinos, frente a los 178.000 previstos en Cádiz.
Ésta era la visión de Chiclana desde fuera pero, también, desde dentro. Por eso, cuando al Ayuntamiento democrático llegó un grupo de jóvenes con ideas innovadoras pues chocó. Y mucho.
Más allá de la mejora urbana en el centro neurálgico de la ciudad, estos visionarios señalaron directamente a los terrenos próximos a la inmensa y abandonada playa de La Barrosa. A los 3.600.000 metros cuadrados de terreno sin uso en un lugar único, en un espacio aún no corrompido por el urbanismo sin control que ya había destruido la fachada marítima en la Costa del Sol.
José de Mier era entonces concejal de Urbanismo en el gobierno socialista que presidía Sebastián Saucedo (1983-1987). Era uno de estos jóvenes visionarios. Cerca de cuatro décadas después el resultado de ese sueño es el Novo
Sancti Petri, que cumple 30 años convertido en un referente del desarrollo turístico sostenible. Un sueño absurdo para muchos que al final se hizo realidad.
“Nosotros no queríamos lo normal. Para el Ayuntamiento de Chiclana el respeto del medio ambiente era una apuesta clara. No teníamos la intención de extender el paseo marítimo. Lo queríamos llevar hasta un límite físico y a partir de ahí preservar la naturaleza, las dunas, el espacio abierto. No olvidemos que aún no existía la Ley de Costas por lo que se podría haber levantado grandes torres de viviendas a pie de la playa”, como ya ocurría en Málaga o en Valencia.
“Desde la oposición nos decían que éramos Antoñita la fantástica, porque nadie creía en este proyecto. Y pudo haber salido mal”. Pero no fue así.
La reflexión de este grupo de intrépidos iba más allá del desarrollo urbano de estos tres millones largos de metros cuadrados. Querían sacar a Chiclana del ostracismo en el que vivía, y bien que lo lograron, y querían un futuro más digno para sus vecinos. Recuerda De Mier cómo cada día salían hacia Marbella media docena de autobuses cargados de chiclaneros para trabajar como albañiles en las zonas residenciales.
Ese suelo, conformado por cerca de 200 parcelas, había sido adquirido poco a poco por una empresa farmacéutica, Laboratorios Made, que años más tarde sería adquirida por la alemana Knoll. La idea de esta empresa era, lógicamente, desarrollar urbanísticamente este suelo.
Vecino a este suelo, en la Loma del Puerco, la Administración central ya ha bía planteado unos años antes su transformación como Centro Turístico de Interés Nacional, una planificación aprobada en tiempos del Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga y que proyectaba torres de apartamentos de 12 plantas que nunca se ejecutaron.
El temor de De Mier, Saucedo y compañía era que este desarrollo no tuviese control, que se levantasen grandes torres de viviendas, de apartamentos, teniendo en cuenta lo laxa que era entonces la legislación urbanística. Se temía, también, que la farmacéutica vendiese el suelo a inversores con ganas de sacar rápidamente plusvalías, evitando con ello un control público de la operación. “Como primer paso decidimos anular el PGOU que estaba vigente y que beneficiaba a los intereses de Tilfisa, una sociedad creada por Laboratorios Made para gestionar esta operación. Debatimos entonces en el Ayuntamiento si era mejor elaborar ya un nuevo Plan o redactar unas normas urbanísticas centradas en este espacio, algo que yo apoyaba, sobre todo porque la confección de un PGOU se iba a alargar en el tiempo”, algo que no se tenía. Como tampoco el Ayuntamiento de Chiclana tenía entonces capacidad financiera para afrontar un proyecto de este tipo.
Teniendo claro que no se quería repetir el desarrollo inmobiliario habitual en la costa española, la confección de la norma urbanística se planteó con una idea, que era un dogma para el equipo municipal: “No queríamos más veraneantes; ya los teníamos. Queríamos turistas y de alto nivel adquisitivo”. Y para eso había que apostar por grandes hoteles, de la máxima categoría, rodeados de espacios naturales inmensos, a pie de playa pero lo suficientemente separados de la línea de costa para evitar su colapso. Y todo el edificios de baja altura, con equipamientos complementarios, como campos de golf, que pronto serían también un referente de la operación.
Además, en la norma urbanística se dividió este inmenso suelo en tres partes: pública, de espacios verdes privados y una tercera donde se concentraba la edificación. Es decir, más de dos millones de metros cuadrados de suelo alejados de la presión inmobiliaria. Algo único en la costa española.
En el desarrollo de este nuevo concepto, y tras una intensa búsqueda, fue esencial para el Ayuntamiento de Chiclana contactar con unos empresarios radicados en Mallorca, la familia Moll, que estaba dispuesta a invertir en este proyecto y que asumía plenamente el diseño elaborado por el municipio. Pusieron 1.440 millones de pesetas de la época, a pagar en cinco años, y todo se puso en marcha.
Se buscó un nombre: Novo Sancti Petri, con la reticencia inicial del propio José de Mier, ya alcalde de su ciudad, aunque ahora constata el acierto del mismo. Se construyó también un espectacular campo de golf que fue inaugurado en 1990 por Severiano Ballesteros. Una decisión estratégica “porque este campo y quien lo inauguró nos puso en el mapa turístico europeo”. Y, a la vez, abrió el primero de los grandes hoteles, el Royal Andalus Golf, hoy en manos de Iberostar.
El éxito fue evidente y rápido, lo que sorprendió a los promotores. “Nunca me creí que iba a ser tan rápido el desarrollo hotelero, porque se podía haber fracasado si no se hubieran vendido estos terrenos y haber convertido todo en uso residencial”, asume De Mier.
Tanto que una década más tarde esa Chiclana que era minusvalorada en el Plan Bahía de Cádiz comenzó a posicionarse como una de las ciudades más vitales de la provincia, convirtiendo el Novo Sancti Petri en un referente internacional del turismo y el urbanismo sostenible. Gracias a unos visionarios que se adelantaron en el tiempo.
3,6 millones de metros cuadrados separaban el final de la Barrosa y la Loma del Puerco
La familia Moll invirtió 1.440 millones de pesetas para comprar el suelo y construir hoteles