LLUVIA SANTA
LIBORIO desdobló con sumo cuidado la pelliza de los días de fiesta que venía de lo más hondo del armario. Olía a naftalina y siempre guardaba las huellas intangibles de su madre. Después bajó del altillo el callado heredado de sus ancestros paternos. Más de tres siglo tenía aquella venerable estaca, reservada para las situaciones excepcionales. A sus pies, Churchill parecía no inmutarse. Acababa de entrar, tras hacer sus necesidades contra la esquina del corral. A veces los perros parecían celebrar estas cosas. Sea como fuera, nunca fallaba. Liborio abrió el redil con los borregos dispersos y anárquicos, como siempre. Churchill mandó formar con un par de ladridos secos y cortantes. Después iniciaron la marcha hacia el pueblo, orientándose siempre por la estatura erizada de la torre de la iglesia. El perro acortaba el trote, se rezagaba, como si tuviera dificultades para seguir la marcha, aunque en el fondo tratara de evitar el destino inevitable de todos los años, sin decirlo. Como eran demasiado años juntos, Liborio lo conocía demasiado bien. A ese paso no llegaban a hora, si no los despistaba por cualquier otro sitio. Tenía sus recursos. Bastaba con amagarle por el lomo, como si estuviera realmente dispuesto a estamparle aquel callado
Pero que llevaran cirios encendidos y dejaran el suelo lleno de cera ya le parecía excesivo
tan honorable como el báculo de un obispo. Así que Churchill, también como todos los años, no tenía más remedio que resignarse. Tocaba llegar a la iglesia, conducir al rebaño hasta los sótanos del paso, ordenarlos y tenerlos listos en sus puestos, esperando el golpe de Liborio en el suelo. A su ladrido, elevarían el paso para procesionar por todo el pueblo. Liborio llevaba razón. Era un profesional, no fallaría, aunque le fastidiara todo aquel ceremonial y, sobre todo, el olorazo a incienso. De verdad que no podía. Le provocaba un carraspeo que no se le iba en días. Lo de la cera ya era cosa especial. A él le daba igual que delante de ellos salieran otros animales, sobre todo cuadrúpedos, y que se taparan la cabeza con unos gorros muy extraños. Pero que llevaran cirios encendidos y dejaran el suelo lleno de cera ya le parecía excesivo. Delante de la puerta de la iglesia, Liborio procedió a una última revista. Todo en orden. Churchill había vuelto a realizar un trabajo impecable. Solo que cuando empezaron a abrirse las puertas del templo, unos repentinos nubarrones negros descerrajaron el cielo a base de lluvia torrencial. Hubo de suspenderse la procesión. Todos se retiraron a guarecerse, excepto el rebaño de volvió apresurado a su redil.