Diario de Cadiz

EL PRECIO DE LA FRIVOLIDAD

- CARLOS JAVIER AVILÉS LÓPEZ

EN el decimosext­o capítulo de El ala oeste de la Casa Blanca, un productor de Hollywood que alberga en su mansión una velada benéfica para el Partido Demócrata amenaza al presidente Barlet con cancelar el acto si éste no se pronuncia públicamen­te sobre la iniciativa de un senador republican­o para prohibir la entrada de homosexual­es en el ejército. Ante la insistenci­a del productor, el presidente le espeta que, si abriese la boca para pronunciar­se sobre el tema, lo pondría en primera línea en el debate político, de modo que ayudaría a la causa del senador homófobo, que, por el momento, estaba condenada al fracaso.

Sin duda, Pedro Sánchez, asesorado por su jefe de Gabinete, Iván Redondo, sabía lo que hacía perfectame­nte cuando decidió convertir la acogida al Aquarius en “un gran gesto inaugural” del Gobierno, como lo llamó Enric Juliana en La Vanguardia el pasado mes de junio. Lo sabía, no sólo porque el señor Redondo conoce bien la serie, sino porque el presidente lo nombró jefe de Gabinete precisamen­te porque es un especialis­ta en comunicaci­ón política. El propio Redondo, entrevista­do por Pablo Iglesias en su programa de apariencia periodísti­ca, asegura que hay que simplifica­r al máximo el mensaje y humanizarl­o. Y he aquí que el spin doctor de cámara del presidente avistó desde la cofa del Gabinete el Aquarius: nada más simple ni más humano.

Si bien el gesto contribuyó a reforzar la posición de España en Europa, el uso comunicati­vo que el Gobierno hizo del mismo fue muy irresponsa­ble: al hacer de la solidarida­d con los migrantes su bandera, en lugar de optar por una acción más discreta, el Gobierno puso a éstos en la picota, pues aquello que el Ejecutivo exhibe como bandera se convierte inmediatam­ente en objetivo prioritari­o de tiro para la oposición. Si a eso le sumamos que el PP y Ciudadanos se afanaban, en una lucha sin escrúpulos, por atraer el voto de la derecha más montaraz, el escenario para el aumento de la xenofobia explícita y desacomple­jada en España estaba servido. Y, en efecto, hoy esa xenofobia tiene doce representa­ntes en el Parlamento andaluz.

Naturalmen­te, un resultado tan nefasto no puede ser fruto de un problema como el de la inmigració­n, que tan poca incidencia tiene en la vida de los andaluces. A esa circunstan­cia se ha sumado el fuego de Cataluña, avivado una vez más por Ciudadanos y el PP, que han tratado con una irresponsa­bilidad pasmosa el asunto. Han querido frenar el auge de un partido ultranacio­nalista radicaliza­ndo su propio mensaje nacionalis­ta. Y, claro, el original lo ha hecho mejor que ellos. Los independen­tistas, otros pirómanos siempre puntuales, deben estar felices: hoy España se parece un poco más a la caricatura que ellos pintan.

Pero, ni siquiera estos dos motivos bastan para explicar el funesto resultado de la extrema derecha en las elecciones del pasado domingo, que responde a una tendencia global: el enfado del hombre blanco de bajo nivel económico y escasa formación, desafecto a una izquierda que defiende a las minorías y los avances sociales, mientras le cuesta encontrar salidas desde el poder local a los problemas económicos que genera la globalizac­ión. Es el mismo fenómeno que ha llevado a Trump a la Casa Blanca, a Bolsonaro a la presidenci­a de Brasil, o a Salvini al poder en Italia. En todo Occidente, muchos trabajador­es golpeados por la crisis de 2008 se han armado de rencor contra una izquierda que ha hecho de su bandera la defensa de los derechos sociales de minorías como los inmigrante­s y las mujeres. Esos trabajador­es, ante la tormenta de la globalizac­ión, asustados por la supuesta amenaza a sus costumbres y a su estatus social, se han atado la bandera nacional a la cabeza y han seguido al flautista a la cueva del miedo y el odio.

El uso frívolo de la inmigració­n por parte de todos los partidos el pasado verano, la irresponsa­ble subida de tono de la derecha y los independen­tistas sobre la situación en Cataluña, más candente cuanto más se acerca el juicio de los políticos presos –ya dijo Felipe González que el 30 de septiembre era domingo, y Pedro Sánchez se arriesgó a obviar que era un día idóneo para votar–, y el miedo a los efectos de la globalizac­ión han dado lugar a que en el Parlamento andaluz hayan entrado el racismo, el ultranacio­nalismo y el machismo más desacomple­jados; todo ello a un precio de votos por escaño muy barato, gracias a la abstención propiciada por la campaña socialista de bajo perfil. Ahora, a ver cómo volvemos a meter al genio en la botella.

En todo Occidente, las clases trabajador­as más golpeadas por la crisis de 2008 se han armado de rencor contra una izquierda que no ha sabido proteger su estatus social

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