Los dioses en el azur
de Warburg, que se repiten a lo largo de la Historia, de Homero a Francis Bacon, y que son, en cierta forma, un amago de circularidad en el hilo infinito y longilineo del tiempo.
Pero también, y esto enlaza con lo dicho anteriormente, uno tiene la sospecha de que el ideal de Pound no es otro que el de los frescos de Mantegna o el Giotto, con el yeso descascarillado, y cuyo aspecto inicial es sólo conjeturable. Los Cantos serían aquí esa conjetura. Una conjetura que abarca todas las edades y que reúne, bajo un símil plástico, una empresa intelectual destinada, desde su origen, a ofrecerse en fragmentos. Unos fragmentos, por otra parte, y como ya hemos dicho más arriba, que no tienen por qué remitir a la ausencia de significado, sino a esa significación más humilde, más ardua, más laboriosa, de quien aplica su vida a vislumbrar, siquiera vagamente, esos dioses que habitan el aire de Italia (“Flotan los dioses en el aire azur”), y que concentran sobre sí todo ese halo mágico de lo indecible.
Digamos que en Pound se halla el Mundo Antiguo tamizado por la cristiandad y por su noble execración de la usura. También cierta idea de la eternidad, que se muestra por esa repetición de lo viejo en lo nuevo, y de una tradición en otra extraña. Todo ello, repito, ofrecido como un hilo de niebla en el crepúsculo. Y sin embargo, es la luz de los antiguos, su brasa inextinguible, quien lo habita.
Ezra Pound.