Diario de Cadiz

NOVELA LITERARIA

- PABLO GUTIÉRREZ

Hace tiempo que el libro dejó de ser un objeto mágico y sagrado, libros que se conservaba­n en la biblioteca familiar, que se cuidaban y se heredaban. En las páginas de cortesía se escribía a lápiz la fecha en la que los habías comprado, o incluso se dedicaban si era un regalo, en una impostura de autor tan conmovedor­a.

Los libros eran caros y valiosos. Hoy son igual de caros, pero me temo que dejaron de ser valiosos, o al menos ya no son un patrimonio. Estorban en una mudanza, no caben en los pequeños pisos donde vivimos, cuántas cajas pueden salir de una sola estantería, no hay donde ponerlos, no vuelvo a comprar uno.

En el supermerca­do de la cultura, la novela sigue siendo el producto estrella, muy por encima de cualquier otro género literario o de cualquier libro de no ficción, incluidos los manuales de autoayuda. Entendida como un producto de compra-venta, los editores y los libreros la someten a un etiquetado diferencia­dor para fidelizar al cliente y favorecer el consumo.

Así, en la bandeja de novedades las novelas se clasifican en novela negra, y también en el subgénero de la novela negra de ambiente nórdico; se habla con culpable sexismo de literatura femenina y peor aún de chick-lit; se habla de novela histórica y de novela contrafact­ual; se habla de la novela testimonia­l y de novela de autoficció­n; y ya en el paroxismo también se habla de novela literaria. Como si pudiera ser otra cosa.

Ni siquiera me parece mal del todo, aunque me cause extrañeza. Lejos del romanticis­mo de otras épocas, los libros existen porque se venden, y se venden mejor si el comprador sabe lo que compra: desnatado, sin lactosa, con azúcar añadido o beneficios­as bacterias. Igual los libros.

Y entre esas etiquetas, hay una de las todos abominan, como si fuera un yogur salado. Los editores procuran esconder el concepto en los textos promociona­les, los autores se aprestan a decir que sus novelas “no son exactament­e eso”. Hablo de la etiqueta de la literatura social, que es lo mismo que decir novela politizada, sermoneado­ra, aburrida, cansada de sí misma. En mi casa, y casi siempre de madrugada, yo fabrico yogures salados artesanale­s, a despecho del buen gusto y del mercado.

Es terrible confundirt­e y comprar la novela que no buscabas. Quince o veinte euros es mucho dinero, demasiado. Mis alumnos de bachillera­to no pueden desperdici­arlos, o no quieren gastarlos en eso, que para el caso es lo mismo. Adiestrado­s en el consumo de la cultura gratuita e inmediata, les resulta primitivo ese gesto descabella­do de pisar una librería y comprar un libro. No obstante, a veces lo hacen cuando la novela (y siempre es una novela) les llama a gritos; pero nunca compran al azar, no entran a ciegas y pescan un libro.

Se publican miles de nuevas novelas cada año. Miles, en una biodiversi­dad literaria inmensa y abrumadora. La novela no se muere, ni faltan lectores ni faltan autores; lectores que serán más o menos constantes y más o menos generosos; y autores que asimilarán esas etiquetas o bien que se rebelarán contra ellas.

Si no eres Baroja, y no lo eres, tardarás uno o dos años en escribir una novela. Es un trabajo intenso, que necesita todas las horas del día para la lectura previa, para la búsqueda del tema, para la documentac­ión, la redacción, la corrección, incluso para la promoción de la novela.

Tantos días, tantas horas de tu vida en las que no saldrás con tus amigos, no jugarás con tus hijos, no verás esa película, no viajarás, no dejarás que el tiempo pase insensible­mente. Tampoco te encerrarás en una cueva a no ser que seas rentista y la cueva tenga todas las comodidade­s, pero en cualquier caso habrás renunciado en el camino a muchas cosas, o bien habrás dormido muy poco. Pido un poco de respeto para el que escribe una novela, aunque la novela sea un desastre. Piensa que el castigo para ese novelista ruinoso habrá sido tener que soportarse a sí mismo durante tanto tiempo, mucho más que el que tardaste en leer su horrible novela.

El novelista del XXI, además, es pobre. Deberías tenerlo en cuenta. Sólo el éxito, un éxito brutal de treinta o cuarenta mil ejemplares por novela, le concederá una vida digna, sin arrastrars­e a la búsqueda de becas en el extranjero, estancias como profesor visitante, jurados, premios, publicacio­nes exóticas… Hace eones que se extinguier­on los escritores ricos, esos nobles paquidermo­s bien comidos y bien nacidos de la novela burguesa; y también se extinguier­on los escritores acorazados en sus anticipos inverosími­les.

Escribir novelas puede ser un oficio, pero está muy lejos de ser una profesión. Si lo fuera, ¿qué tipo de profesión sería? ¿Una profesión a tiempo parcial o a tiempo completo? ¿Por cuenta propia o por cuenta ajena? ¿Y su convenio, y su régimen laboral? Puede que me equivoque, pero no creo que en España haya más de veinte o treinta novelistas profesiona­les; novelistas que vivan de sus novelas, quiero decir. Probableme­nte muchos menos.

Marta Sanz dice en No tan incendiari­o que "es bueno que un escritor coja el metro, compre boquerones y los limpie con sus propias manos, sepa lo que es depender de una nómina o quedarse en paro.” La pregunta es quién paga los boquerones, que la última vez que los compré ya estaban a cinco euros el kilo, y aquí, en Cádiz, eso es un robo.

Yo fabrico yogures salados artesanale­s, a despecho del buen gusto y del mercado

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