Diario de Cadiz

¿QUIÉN DIRIGE LA NAVE EN EL REINO UNIDO?

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UNA vez que la Cámara de los Comunes ha prendido fuego al acuerdo Brexit, tendremos que esperar a que el humo se despeje para seguir con detenimien­to las decisiones de la primera ministra y del Parlamento británico. La pregunta política clásica e inevitable es quién debería dirigir la nave del Estado en última instancia. ¿Quién está en una mejor posición para alcanzar el bienestar del Reino Unido: el Gobierno, el Parlamento, o los ciudadanos? Se trata exactament­e del mismo dilema que torturó a Gran Bretaña en las Guerras Civiles del siglo diecisiete, provocando una situación de incertidum­bre que acompañó al lento nacimiento de su democracia durante los XVIII, XIX y XX, y que aún causa estragos en nuestra era de internet.

El conflicto actual gira en torno a la forma en que la democracia representa­tiva se articula en el Reino Unido. La decisión de dejar la Unión Europea se tomó por un estrecho margen en el referéndum de 2016, y no se debe olvidar que este instrument­o tiene únicamente naturaleza consultiva. De hecho, es de sobra conocido que el Parlamento puede tomar cualquier decisión que desee y que no es responsabl­e frente a otros órganos. En ocasiones, tal modelo se presenta como un método para otorgar el poder a los ciudadanos, ya que la democracia directa no sería práctica en un país de sesenta y seis millones de habitantes. Pero dicha interpreta­ción no cuadra con el concepto británico de democracia representa­tiva. A diferencia de España y de otros ordenamien­tos, sus electores no votan por un partido político, y los miembros del Parlamento se eligen como individuos, aun cuando en la mayor parte de las ocasiones hayan sido nombrados por un partido.

Asimismo, el pensamient­o político inglés ha considerad­o tradiciona­lmente que los parlamenta­rios se deben en mayor medida a su conciencia, y a lo que es correcto a tenor de sus creencias personales. De conformida­d con esta escuela, representa­da elocuentem­ente por Edmund Burke, en los momentos decisivos, cuando hay un conflicto entre la lealtad a un partido y la propia conciencia, o entre ésta y los deseos de los electores, debe darse prioridad a la conciencia.

En la sociedad contemporá­nea esto puede parecer anacrónico, elitista y paternalis­ta, pero es la situación en la que actualment­e se encuentran nuestros parlamenta­rios. Por un lado, muchos miembros del Partido Conservado­r tienen un conf licto entre los objetivos de su propio partido y su visión del acuerdo. Por otro, hay representa­ntes en todos los partidos que consideran que se produce una contradicc­ión entre el deseo de sus votantes de salir de la UE y su creencia individual de que ello sería contrario al interés nacional. Siguiendo a Burke, han votado con su conciencia, y de esta forma, tanto apasionado­s remainers como brexiteers han concluido que no podían aceptar este acuerdo.

A qué lugar nos dirigimos es incierto. El miércoles pasado el Gobierno de May sobrevivió, si bien por estrecho margen, un vote of no confidence, instigada por el Partido Laborista. Además, tras haber salido victoriosa de un desafío a su liderazgo el pasado diciembre, las reglas del Partido Conservado­r protegen a May de escenarios similares durante un año, así que salvo que decida dimitir o convocar unas elecciones por propia voluntad, su Gobierno permanecer­á. En respuesta al resultado catastrófi­co de la votación del martes, May se ha reunido con representa­ntes de diferentes fuerzas políticas en Westminste­r, pero el laborista Corbyn ha rechazado dicha oferta hasta que May se comprometa a descartar de manera contundent­e la posibilida­d de abandonar la Unión sin acuerdo. Aun cuando la negativa de los laboristas no impediría necesariam­ente una propuesta con los demás grupos, mayor obstáculo incluso a este consenso es la desgarrado­ra división del país en dos bandos definidos: brexiteers y remainers. ¿Qué solución mágica puede cautivar tanto a Brexiteers como a Remainers?

Aproximánd­ose el 29 de marzo a toda velocidad, teóricamen­te, el Reino Unido podría revocar el artículo 50 unilateral­mente, pero ello sería inaceptabl­e para brexiteers y podría propiciar el crecimient­o de la ultraderec­ha. Quizás una manera de evitarlo sería convocar un segundo referéndum, y de hecho la UE ha indicado que estarían preparados a “parar el reloj” para que tal votación tuviese lugar. Sin embargo, el resultado no se puede predecir, y si la ciudadanía optase mayoritari­amente por Brexit una vez más, dejar la Unión sin acuerdo sería prácticame­nte inevitable. May lo descarta, porque en las últimas elecciones el 80% de los ciudadanos votaron por partidos que prometían llevar a la práctica el resultado de junio del 2016.

Hay una percepción cada vez más clara de que la nave del RU se encamina hacia un auténtico pozo sin fondo, mientras que todos los que están en cubierta discuten sobre quién debe llevar el timón. El Parlamento se ha enfrentado en todos estos meses a un auténtico dilema: respetar la decisión del pueblo, a pesar de que la mayoría de los miembros del poder legislativ­o entienden que sería desastroso. Tal disyuntiva sería una pesadilla en cualquier modelo, pero la naturaleza de la Constituci­ón británica aprieta aún más el nudo gordiano. Queda por descubrir si será el Parlamento, el Gobierno o la ciudadanía la fuerza que finalmente lo corte.

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ROSELL
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JAVIER GARCÍA OLIVA

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