INDEPENDENCIA POLÍTICA
SI se está intelectualmente sano, es decir, si a pesar de las dificultades, de las mentiras históricas consagradas, cualquier persona que no presuma de lumbreras ni de caer en el error de que solo en sus opiniones radican todas las verdades, incluidas las más grotescas, debería saber diferenciar entre la independencia y la indiferencia política. Si no es así debería encuadrarse entre el desengañado porque las ideologías en las que creyó no han tenido reflejos positivos, y si no es así, indefectiblemente pertenece a la categoría de estúpido integral al seguir defendiendo lo indefendible, ya sea por desconocimiento de la realidad, ya porque es esclavo de su soberbia o de su propio interés personal.
Querámoslo o no, la política ha invadido nuestras conciencias y trata de inf luir hasta en lo más íntimo del ser humano y esto no es sano porque pone en riesgo la libertad de la mayoría y hasta su independencia para pensar por sí mismo, sin adoctrinamientos de diseño.
Vale, hay que admitir que muchos de los que han sentido la llamada de la política han sido impulsados por una vocación de servicio a los demás, pero desde el momento que se entra en ese engranaje, sucio en la mayoría de los casos, y no sale rebotado por lo que ve desfilar delante sus narices –sobornos, contratos a dedo, corrupción más o menos descarada, nepotismo, falta de transparencia– y calla, aquella vocación pierde su carácter noble para caer en la complicidad. ¿Hablamos de financiaciones ilegales? ¿De compra de votos?
Si además no se reconoce que las ideologías, todas las ideologías, han sido argucias fracasadas, resulta ridículo seguir insistiendo en la estupidez de defender la que se soñó sin tener en cuenta que es el tiempo y los intereses de unos pocos –demasiados ya en el transcurrir de los años– los primeros en aparcar las ortodoxias y hacer de ellas un pasacalles con panderetas y bandurrias, como las tunas, para disimular todas las tunanterías. Pero ya digo, hablamos de independencia y de indiferencia. La triste realidad es que siempre habrá un tirano, con urnas o sin ellas, cuya única ambición –y la de sus secuaces– será alcanzar el poder como sea.
La indiferencia es consecuencia lógica del escepticismo o de la imposibilidad real de acabar con lo primero; pero ojo, sin entrar a saco contra las doctrinas –que ese sería otro tema–, sino directamente contra los sumos sacerdotes que las interpretan a su antojo y a las piaras de borregos capaces de no reconocer que el mal radica en quienes se desvían de ellas para hacer y deshacer a su antojo. Nadie intelectualmente sano se presta a los tejemanejes que desde todos los ángulos tienen mucho que callar porque solo aspiran a someter a los demás apoyados en la impunidad que conceden las mayorías a pesar de que los votos sean comprados.
Lo verdaderamente grave es que dé igual el ángulo desde el que se mire. Todos pretenden el alcanzar el mismo objetivo: dominar sin importarle los procedimientos que sean necesarios. ¿Hablamos DEL CIS, de Villarejo, de los ERE, de los Gürtel…?
Siempre habrá un tirano cuya única ambición será alcanzar el poder como sea