CÁDIZ, LA CIUDAD AGRADECIDA
EN esta casa nació y vivió José Pedro Pérez Llorca, ponente de la Constitución española de 1978”, así quedará escrito en la fachada del número 12 de la Alameda, en Cádiz.
La ciudad tenía una deuda de gratitud con quien fuera uno de los siete autores de la Constitución que es, por primera vez en nuestra historia, la de todos los españoles. Ahora habrá constancia de ello, para que los gaditanos de hoy y los de mañana sepan que aquí vivió un compatriota suyo que fue grande por su esfuerzo y entrega a la reconciliación de los españoles, y porque se sintió orgulloso del nombre y de la historia de su ciudad que mencionó con frecuencia y llevó por tierras lejanas.
La historia de nuestro pasado reciente —el siglo XIX y gran parte del XX— parecía que nos condenaba a la división irreconciliable entre españoles, a imágenes de gentes mostrando goyescos garrotes, con brazos alzados y ademanes amenazantes los unos frente a los otros para expresar las ideas; un pasado de obligados exilios, de tristezas y dolores por los muertos y desaparecidos. La concordia resultaba imposible; el acuerdo quedaba lejano y menospreciado pues parecía significar debilidad o sometimiento. La actitud aguerrida, el discurso radical, el destierro para el adversario eran los precedentes de nuestros hábitos en un país bien distinto de las democracias que nos rodeaban. Estas son las imágenes que hemos proyectado y que todavía, en ocasiones, nos persiguen pues la memoria nunca es total, sino que selecciona arbitrariamente momentos y pasajes, o al menos así lo parece.
Llegado un tiempo, los años setenta del siglo XX, todo empezó a cambiar, y transitamos por momentos en los que fue posible acercarse al adversario para escucharle y tenderse las manos. No fue una utopía; tampoco fue olvido del tiempo anterior, sino que fue el afán de lograr convivir en paz. Eso fue lo que buscaron los ponentes de la Constitución.
Y eso debió ser lo que procuró José Pedro Pérez Llorca que, por sus conocimientos de historia, por su formación de jurista, por su dominio del derecho constitucional y por ser diputado leal al rey Juan Carlos y al presidente del Gobierno Adolfo Suárez, quienes querían la reconciliación, puso todo su esfuerzo y capacidad en la redacción de un texto constitucional que fuera el de la concordia, del estado de derecho, de las libertades y de una España equiparable a las democracias del entorno de las que habíamos sido apartados. Posiblemente su saber sobre la Constitución de 1812, aquella que supuso el reconocimiento de derechos, la abolición de privilegios, la instauración de instituciones modernas, había quedado grabado tras haberla estudiado y prologado en ediciones y ediciones.
Pero no debió ser sólo esta Constitución la que le inspiró y motivó para la labor que le fue encomendada, como ponente en 1978; fue su empeño en lograr un texto que fuera un vínculo entre todos los españoles, que lograra la paz, que permitiera el progreso, donde todos fueran iguales ante la ley y “para servir a España en su continuidad histórica”, cómo él dijo en alguna ocasión.
Detrás de todo ello estuvo la singularidad gaditana: la ciudad de la carrera de Indias, la ilustrada, la liberal, la romántica, “la más americana de las ciudades españolas” como José Pedro recordaba que proclamó Rubén Darío. Hubo, también, otra Cádiz que pesó en su vida profesional y en su vida pública: la suya, la de la infancia, la de la casa que mira hacia los ficus gigantes de la Alameda Apodaca, la del colegio marianista de San Felipe de Neri, la que rastreó en archivos, en bibliotecas y librerías, la que jamás abandonó, pese a las complicadas funciones que ejerció en la capital, como portavoz en el Congreso de los Diputados del partido mayoritario (UCD) y como ministro de los gobiernos de los presidentes Suárez y Calvo Sotelo, y pese a las misiones que desempeñó por el mundo para aquella Transición exterior, para lograr nuestra presencia en organismos internacionales, entre ellos en la Alianza Atlántica, necesaria para nuestra seguridad y defensa.
A la casa de Cádiz, que con esfuerzo y tesón Carmen y él conservaron, volvía y volvía para mirar la Bahía, a lo lejos El Puerto de Santa María y muy cerca la iglesia del Carmen, la de las espadañas labradas. Frente por frente de la catedral, en el Terraza, se sentaban los dos para encontrar a los antiguos compañeros y a los amigos de las Academias, del Ateneo y de la Universidad. El Cádiz que tanto le había inspirado le llenaba de nostalgias, de risas y de alegrías.
Su ciudad fue también refugio en tiempos de tribulación que debieron ser muchos, pues no fue fácil lograr el acuerdo entre quienes habían vivido tan distanciados durante años, aquellos que querían la ruptura total con el régimen anterior y los que pugnaban por reformas, difíciles de conducir a la democracia. La paciencia, la comprensión del adversario, la capacidad para persuadir de lo que era conveniente, la generosidad y la inteligencia dieron paso a los acuerdos que culminaron en la Constitución de todos los españoles, porque el texto recibió el respaldo del 88% de los votantes, y “al amparo de ese texto constitucional, refrendado por el pueblo español en el ejercicio de su soberanía, los españoles hemos vivido nuestros mejores años como un país plenamente democrático”, acaba de decir el rey Felipe VI en Cuba.
Y como José Pedro escribió, recordando a Don Quijote, “sí podrán los encantadores quitarnos el éxito, pero el esfuerzo y el mérito es imposible”. Él se refería a la Constitución de 1812, pero yo lo hago extensivo a la suya, a la nuestra, a la de 1978.
El homenaje que le tributa el Diario de Cádiz es el de la ciudad que quiere agradecer a un hijo ilustre su labor y guardar la memoria de quien ha dejado un legado que engrandece su historia, y también la de la nación española.
El homenaje que le tributa ‘Diario de Cádiz’ es el de la ciudad que guarda su memoria