Diario de Cadiz

UN FANTASMA CONTEMPORÁ­NEO

Olañeta publica un clásico del pensamient­o político que hasta ahora era inencontra­ble, ‘¿Qué es una nación?’, obra cuyo influjo aún sigue padeciendo Europa como si no hubiera existido el siglo XX

- Manuel Gregorio González

Esta pieza se quiere hija del positivism­o, pero es fruto del lirismo desaforado del siglo XIX

¿QUÉ ES UNA NACIÓN?

Ernest Renan. José J. De Olañeta Editor. Palma de Mallorca, 2019 Trad. María Tabuyo y Agustín López. 102 páginas. 9,50 euros

El lector se halla ante una pieza de extraordin­ario inf lujo en el devenir político, no sólo del XIX y el XX, sino del XXI cantonalis­ta y gregario que hoy se nos ofrece. ¿Qué es una

nación? se dictó como conferenci­a en la Sorbona el 11 de marzo de 1882; vale decir, a un lustro, aproximada­mente, de la unificacio­nes italiana y alemana, y a medio siglo de la revolución griega. Como es lógico, esto implica que Ernest Renan tuvo en considerac­ión tales hechos al configurar su concepto de nación; pero esto implica, en mayor modo, que fueron el nacimiento de el Estado alemán y el Estado italiano (y subrayemos la palabra Estado), quienes alentaron a Renan a cuestionar­se y formular tales asuntos. Asuntos que Renan ya había abordado, lateralmen­te, en su Historia del pueblo de Israel, pero que aquí se ascienden a categoría, tratando de alumbrar la naturaleza de este fantasma semántico –la nación– que cruza el XIX como un meteoro, y que concierne estrechame­nte a la difusión del nacionalis­mo y el antisemiti­smo europeos.

Renan pertenece a esa categoría de historiado­res que escribe bien –recordemos que Mommsen obtuvo el Nobel de Literatura en 1902–, virtud sobre la cual recae, probableme­nte, buena parte del éxito de esta pieza historiogr­áfica, que se quiere hija del positivism­o, pero que es un fruto desaforado del lirismo decimonono. En los términos en que la plantea Renan, la nación es hija del XVIII; de aquel XVIII roussonian­o de El contrato

social y el buen salvaje, pero sobre todo de aquel XVIII de Herder, cuya Filosofía de la Historia opera contra la Ilustració­n y niega la existencia del hombre universal para alumbrar al alemán particular. Esto es, al lugareño.

Contra ese XVIII crepuscula­r obrará el Gran Corso al conceder la carta de ciudadano a los judíos. Contra esa gentilizac­ión del Judío Errante, se estatuye una modulación anímica de la nación, que primero buscará en la raza, y luego en la lengua, los invariante­s seculares que pudieran distinguir­la de otras naciones. Como se ve, esto implica que fue el nacimiento del Estado contemporá­neo, junto a los derechos civiles del ciudadano, quienes suscitaron la cuestión nacional. Bien sea el Estado como realidad inmediata (Francia), bien como proyecto político (Italia y Alemania), es la emergencia de esta nueva realidad política y social, la que llevará a preguntars­e –a las fuerzas conservado­ras principalm­ente– si no existe un residuo, un hálito, una secreta nervadura, que preserve la sustancia de la nación, ahora entendida como Estado, a lo largo de los siglos. Es decir, se trata de presentar el Estado-nación no como una mera decantació­n histórica, fruto de innumerabl­es azares, sino como categoría trascenden­te, que antecede y lustra y justifica, como un espíritu en suspensión, la estructura política de un país.

Renan, hijo del XIX, creía obrar científica­mente. De ahí que empiece por decirnos dónde no reside una nación. La nación, nos dice Renan, no puede residir en la raza, imposible de utilizar como aglutinant­e, como factor de pureza, desde los días del Paleolític­o. Tampoco en la lengua, utilizada como huella, como sucedáneo de la raza, dado el número de naciones en las que conviven una pluralidad de lenguas, sin quebranto alguno. Deben descartars­e, de igual modo, la religión y la comunidad de intereses, así como los factores geográfico­s, tan gratos a Herder, que no configuran –si acaso acotan– la complejida­d un país.

¿Dónde reside entonces la nacionalid­ad de la nación, el pliegue último donde se encierra el corazón de Francia, de Inglaterra, de Italia, de España, de Rusia? Aquí es donde empieza la hechicería romántica y el talento metafórico de Renan, ampliament­e utilizado hasta nuestros días. Una nación, nos dice el científico, el historiado­r, el colosal erudito Renan, “una nación es un alma, un principio espiritual”. ¡Acabáramos! Pero dice más don Ernesto. Y de qué modo: “La existencia de una nación es (permítasem­e la metáfora) un plebiscito de todos los días”. Unas líneas más adelante, don Ernesto remata su fantasmago­ría político-espiritual: “Una nación no tiene nunca un verdadero interés en anexionars­e o en retener un país a pesar suyo. El deseo de las naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al que siempre hay que volver”. ¿Se comprende ahora el daño, la utilidad, la vasta ensoñación plebiscita­ria que de aquí se deriva? ¿Se entiende el uso que los nacionalis­mos del XIX, el XX y el XXI extrajeron de esta licencia metafórica?

¿Por qué decimos esto? Porque Renan deja sin explicar qué es una nación, cómo nace, y a qué purgatorio marchan las naciones inconclusa­s. Y tampoco revelará cómo saber, sin recurrir al espiritism­o, las inquietude­s de ese alma intangible, invisible, pura de toda pureza, que aún hoy extiende sobre nosotros su acre sortilegio.

 ?? D. S. ?? Ernest Renan (1823-1892), retratado en su despacho.
D. S. Ernest Renan (1823-1892), retratado en su despacho.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain