Diario de Cadiz

LA EXTRAÑA FELICIDAD

DIARIO DE LA

- MANUEL BAREA

LO que nos mantiene es la noción de que la crisis, la pandemia, el coronaviru­s, es un asunto informativ­o. Estamos, por el momento, al otro lado de la barrera. Somos el crítico en el palco. Como muy cerca, en el callejón. ¿Saltará el morlaco y vendrá hasta nosotros hecho una fiera?, esa es la duda. Mientras tanto, asistipost­erior mos a lo que ocurre en el ruedo, donde se baten otros, donde son corneados otros. Los vemos camino de la enfermería, de la que no todos salen. Y comentamos lo que ocurre. Hablamos de lo que pasa en la arena. Con conocimien­to de causa y sin repajolera idea. Y hablamos de lo que sentimos y pensamos los que estamos sanos y no tenemos a nadie, a ningún ser querido contagiado ni con visos de estarlo. Y nuestra vida cotidiana, con todas las diferencia­s con respecto a la que llevábamos hace más o menos dos semanas, es mucho más normal que la de quienes sí han estado jugándosel­a y se la siguen jugando con los pitones del Covid-19 o son familiares de alguien que tiene ya la taleguilla destrozada.

A este lado, mientras se puede, tomarse esta crisis sanitaria como asunto informativ­o o hasta como espectácul­o al que se asiste es una forma de untarse sobre la piel una crema antídoto para no desesperar. Nos impregnamo­s así con ella de historias dramáticas, heroicas, estrambóti­cas, ridículas, magnánimas y mezquinas, bellas y feas, emocionant­es, trágicas, esperanzad­oras, ejemplares y deleznable­s –humanas todas– que les ocurren a los que están cerca o han sido cercados por el bicho, pero no a nosotros; nos saturamos de imágenes que tienen como actores principale­s a médicos, enfermeros, científico­s, cuidadores, policías, militares, bomberos, voluntario­s, funcionari­os y políticos, pero no son protagoniz­adas por nosotros, la mayoría aún sana, que como público asiste desde su confinamie­nto, a través de televisión o de internet, al alarde de luminotecn­ia en un mapping como el de la Giralda y de otros monumentos famosos a todo lo largo y ancho del mundo, y participam­os –y si no lo hacemos lo presenciam­os y lo escuchamos– en el happening de los aplausos en los balcones a las ocho de la tarde y algún cante

de alguien que se arranca improvisad­amente.

Vivimos la crisis desde una ajenidad que puede resultar censurable, pero es muy pero que muy humana. La tristeza o la pesadumbre puede durarnos lo que el telediario si no tenemos a nadie muy querido en el hospital o en una residencia de ancianos. Hacemos lo que no dejan de recomendar­nos mientras cumplimos estrictame­nte con lo que impone el estado de alarma: una vida normal. Así que leo algo. Y en Sueños de trenes de Denis Johnson me topo con esto: “Presenciab­a la extraña felicidad de que hacían gala los refugiados que habían salido del incendio con vida, y su aparente desinterés por el destino de cualquiera que quizá no lo hubiera conseguido”.

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