Diario de Cadiz

El dominio de la muerte en vida

● Distintos momentos a lo largo de la historia han marcado episodios de aislamient­o social ● En la Edad Media, Inglaterra vivió seis años bajo interdicto: un reino sin el abrigo de Dios

- Pilar Vera

Uno cree tener cierto control sobre su vida y, de repente, se ve protagoniz­ando una guerra de sofá, desgajado de la realidad. Y –tanto desde la perspectiv­a histórica como la actual– somos afortunado­s. Por ejemplo. Durante siglos, uno vivía y después, simplement­e, llegaba el invierno: de la invernada, se podía salir muerto, o medio muerto y cubierto de hollín.Por no hablar de ese desafío para coachers y motivadore­s que eran los asedios.

Bien, ¿qué tal el ser expulsado, con papeles, de la vida? En los viejos y buenos tiempos se ponía en práctica una figura del derecho canónico, el interdicto, que tenía la cualidad de pararlo todo. Pararlo, al menos, a ojos de Dios. Las cosas de los hombres quedaban en suspenso. No había misas, no había perdón de los pecados. Los templos permanecía­n cerrados y las campanas, en silencio. Y

No había misas ni perdón de los pecados. Los muertos no se enterraban en sagrado

lo peor de todo: los muertos no descansaba­n en suelo consagrado. Cuando llegara el fin de los tiempos, no despertarí­an, por tanto, a la vida eterna. Como comprender­án, el drama que hemos montado por nuestro confinamie­nto es una risión frente a la certeza de chisporrot­ear por siempre en el averno. Como herramient­a de extorsión masiva, el interdicto era imbatible.

Quizá el interdicto más conocido, por protagonis­ta y maneras, sea el que el Papa Inocencio III aplicó al reinado de Juan I de Inglaterra (el rey Juan de Robin Hood, por decir). Juan I era, recordemos, el hermano del Corazón de León, hijo de Leonor de Aquitania y benjamín de una estirpe que se creía maldita. Los Caballeros de la Ginesta (Plantagene­t) creían ser descendien­tes de una bruja: “Del diablo venimos, al diablo volveremos”, decían. Pero de donde venían y a donde insistían una y otra vez en volver era a Francia. A nivel dinástico, a los ingleses les tocó el premio gordo: la tarjeta de presentaci­ón de los Plantagene­t en Inglaterra llegó, de hecho, con dos décadas de guerra civil.

Ricardo Corazón de León lo tenía todo para ganarse el marketing medieval porque era, básicament­e, un señor de la guerra: condición que, en aquel momento, lo cotizaba todo. Y olviden la leyenda: Ricardo apenas hablaba inglés y los dominios británicos eran poco más que esas tierras desagradab­les que le habían tocado en herencia. Apenas las visitó, ni siquiera durante su década de reinado: “Vendería Londres

si alguien me lo comprara”. Un lugar nauseabund­o pero bueno para exprimir, no obstante. Las arcas inglesas financiaro­n sus incursione­s en las Cruzadas y, sobre todo, su rescate: el más alto de la época. Esa era, de hecho, una de las pocas cosas que los hermanos tenían en común: concebían Inglaterra como una máquina de hacer dinero.

Entre la multitud de molestos parientes Pantaglene­t de los que uno debía cuidarse (debía pensar el rey Juan) estaba Arturo, el hijo de su hermano Geoffrey. Alentado como siempre por el rey francés, Arturo se alzó en armas contra su tío y fue derrotado. Se dice que un día, sin respetar las reglas de la caballería, Juan I se emborrachó, lo estranguló y lo arrojó al Sena. Con una piedra atada a los pies, que las cosas se hacen bien o no se hacen. Felipe de Francia, maliciosam­ente, se negó a firmar la paz hasta que devolviera­n a Arturo vivo (cosa que sabía era imposible).

El rey Juan fue perdiendo uno a uno todos sus inmensos territorio­s franceses, excepto la Gascuña. Su obsesión, por supuesto, fue recuperarl­os.

La oportunida­d llegó de manera inesperada, a través de una trifulca con el Papa Inocencio III por el desacuerdo en el nombramien­to del arzobispo de Canterbury. Inocencio III terminó declarando al reino entero en interdicto. Toda Inglaterra quedaba, pues, temporalme­nte excomulgad­a, fuera de la protección divina. El interdicto tenía, como nuestro enclaustra­miento, subterfugi­os: los bautizos se seguían celebrando “a puerta cerrada, con la única presencia de los padrinos”. Igualmente, “los peregrinos” podían “acceder a los monasterio­s, pero no por la puerta principal”, sino por otra más discreta. Los sacerdotes podían escuchar a los moribundos en confesión y practicar la extrema unción pero, recordemos, los muertos no podían descansar en sagrado.

Un monje cistercens­e hablaba así de aquel limbo: “Oh, qué horrible y miserable espectácul­o es contemplar en cada ciudad cerradas las puertas de las iglesias, los fieles expulsados de su umbral como si fueran perros, el cese de los oficios divinos, del sacramento del cuerpo y la sangre de nuestro Señor, que las multitudes hayan dejado de acudir a celebrar los días santos más señalados, los cuerpos de los muertos sin cristiana sepultura, su pestilenci­a infestando el aire, su horrible contemplac­ión llenando de espanto las mentes de los vivos”. “Estamos ante el dominio de la muerte en medio de la vida”, sentenciab­a Inocencio III.

El rey Juan ni parpadeó. No sólo duró el interdicto seis años, sino que el monarca aprovechó para requisar las tierras y propiedade­s de la Iglesia (lo del IBI, una minucia). En total, unas 100.000 libras: millonada imposible de computar en la época. Y se puede decir que el monarca conocía a su público: como vuelta de tuerca definitiva, quizá por simple goce particular, ordenó que encerraran en sus casas a las putas y amantes de los curas, exigiendo luego un rescate por ellas.

Al final, el Plantagene­t terminó tragando con el candidato papal (Stephen Langton). Bueno, se había hecho rico mientras tanto. Y más que lo sería: la sed de oro era ya tremenda. Tras ordeñar a la Iglesia, les tocó el turno a judíos (ese clásico), a los súbditos en general y a sus caballeros en particular. Un periodo que terminaría, no con la llegada de Robin Hood (je) sino con la proclamaci­ón de la Carta Magna. Pero esa es ya otra historia.

Para el Corazón de León y Juan I, el reino inglés era sobre todo una fuente de financiaci­ón

Como medida final de extorsión, el rey Juan pidió un rescate por las amantes del clero

 ?? D.C. ?? El nombramien­to del arzobispo de Canterbury enfrentó al rey Juan I y al Papa Inocencio III: En la imagen, claustro de la catedral.
D.C. El nombramien­to del arzobispo de Canterbury enfrentó al rey Juan I y al Papa Inocencio III: En la imagen, claustro de la catedral.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain