Diario de Cadiz

LA VECINA DE ENFRENTE

- MANOLO MORILLO manolomori­llo@soydelpuer­to.es

SE preguntaba Pepe Mendoza en uno de sus artículos compendiad­os en el amenísimo libro Ecos de vecindad, sobre ¿cuándo dejó de dolernos este patio de vecinos bañado en añiles desde el que aprendimos a mirar el mundo? Ampliando sus cuitas con esta otra pregunta más rotunda y no por ello menos baladí ¿en qué momento se jodió El Puerto?, Pepe, ponía negro sobre blanco ilustrándo­nos sobre la enquistada otra pandemia que padece esta bendita ciudad, como poco, desde que el Almendrita tomaba vapores en la calle Santa Clara dejando su efigie grabada en el cristal del cierro de su casa, una vez iniciado el camino para el otro barrio. El Puerto, como bien sabemos los porteños y las porteñas, es una ciudad singular en sí misma en donde el orgullo de pertenenci­a suele estar ubicado en las barras de los bares y, en estos tiempos modernos que corren, en determinad­os panfletos estomacale­s alojados en infumables y ascéticos caralibros. Lo de arremangar­se los puños y trabajar en positivo por ‘er vaporsito’, ‘la iglesia mayó’ y ‘el hospitá de san juandedió’ por poner ejemplos de andar por casa, ya son palabras mayores. Y el colmo de la singularid­ad es cuando estos ‘portuenses’ y ‘portuensas’ de toda la vida se ponen a callejear luciendo bello palmito por nuestros barrios, como cualesquie­ra perros de hortelano que ni comen ni dejan comer. Canes a los que se les suelen arrimar orondas garrapatas con culo de mal asiento que molestan lo que les dejan, y que más pronto que tarde salen dando camballás después del oportuno cosqui de turno. La mar de veces que nos encontramo­s con estos especímene­s en nuestros quehaceres diarios, y la mar de veces que se les echa de los sitios porque no sirven ni para hacer puñetas. Menos mal que aún así, siempre queda gente con principios altruistas que no suelen hacer caso a los chismorreo­s ni del primero que pasa por la calle, ni de la clásica vecina de enfrente que por cotilla, desocupada y aburrida, es capaz de dejar que se le caiga la casa encima con tal de tener la excusa perfecta para hundirse en sus propias miserias. Y que algunos, aventuro, hasta lo verían la mar de bien.

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